Saudade por
Gary Coleman
“DURANTE OCHO AÑOS LA FRASE DE QUE ESTÁS Hablando Willie hizo célebre y millonario a Gary Coleman, el actor que la decía con cierta frecuencia en la comedia Blanco y negro… Coleman no pasó de los 1,40 metros de estatura como consecuencia del problema de enanismo que lo aquejaba de tiempo atrás y por el cual tuvo una insuficiencia renal que lo obligó a realizarse varios trasplantes… En 1999 Coleman se declaró en bancarrota luego de un largo juicio contra sus padres adoptivos por haber derrochado su fortuna… Coleman ha tenido dos intentos de suicidio con píldoras para dormir…” (Revista Semana).
–¿vamos donde Graciela?
San Juan se había dormido en el sonsonete de nuestra charla y la del mar. El mar estaba al otro lado de las plataneras y los cocoteros, detrás de la finca del gordo y saleroso Aristides Angulo, guardado por la cortina de la noche y por los fantasmas de las leyendas. El portón de la finca de Aristides Angulo era un umbral de lo fantástico. Al traspasarlo e internarse en el predio, hasta el trabajo cotidiano de Aristides apilando los plátanos en el claro frente a la casa poseía algo de visión. Rumbo al mar uno caminaba entre flancos vegetales, salpicados por el exotismo de los mangos, los árboles del pan y otras matas exuberantes. Decían que en la playa entre San Juan y Uveros un caballo blanco sin cabeza corría brioso hasta el alba. Pero nosotros, que siempre habíamos postergado la determinación de ir a ver a la bestia, la hicimos a un lado una vez más y buscamos otra ruta al deseo.
–¿vamos donde Graciela?
Habíamos bebido un par de cervezas en el bar Tiburón y después, hablando cualquier cosa, sin hallarnos, dimos varias vueltas a la plaza. Echamos una ojeada en el billar de Franklin y reculamos: una clientela de rapaces entretenía el fastidio del viejo. Ni siquiera la luna bonita nos congraciaba con el mundo. La luz eléctrica se fue un rato y el resplandor lunar nos guió por las callejuelas. Por unos momentos cesó el alboroto de la música en el estadero de Nemesio. El plenilunio enfantasmaba a San Juan. Los luceros titilaban en un cielo azul claro. En la plaza unos cuantos parroquianos trasnochadores tenían cara de fiesta aguada. La luz vino y nos encontró bebiendo chicha de arroz en el murito de Melitina: una desazón maluca nos hociqueaba.
–¿vamos donde Graciela?
–vamos, pues.
El salero del baile y del andar de Aristides Angulo era popular en San Juan, lo mismo que su intransigencia: una noche deleitaba a la gente bailando en las fiestas y al día siguiente la escandalizaba haciendo poner preso a un muchacho que había cogido unos cocosde su parcela, insensible a los ruegos de la madre del infractor.
Nada en nuestro paso recordaba la gracia danzarina del viejo finquero y quizás tampoco su severidad. En la Biblia dicen que a las puertas del Paraíso hay ángeles guardianes. Tal vez la indolencia y la orfandad con que nos internábamos por las calles mal iluminadas solicitaba de algún modo númenes protectores, acaso para despreciarlos y despedirlos en el acto, porque no queríamos testigos de nuestra incursión. Quizás Dios se rebele algún día contra los ángeles custodios del Edén, porque de tanto que lo han guardado y porque la corrupción no hace distingos, lo habrán convertido en un lupanar.
El caminar donairoso de Aristides Angulo seguía acusándonos. Marchábamos con modos torpes, huraños y furtivos. La red del Maligno siempre está tendida, evita una mala hora decían las matronas: estas sentencias parecían bordonear en nuestra mente.
Llegamos a los fatigados y polvorientos rosales del parquecito de la Cruz. Una parejita disimulada en la sombra quizás nos recordó una cita: el mar.
A la salida del pueblo dimos con la casa. Hacía esquina. Dos pimientos pequeños y frondosos ornaban el frente. Era una vivienda ordinaria, rústica, como todas las que la rodeaban. Los tablones de la fachada estaban pintados de verde. Unos escalones de madera llevaban al pequeño corredor externo. El techo era de zinc. Acaso por un acuerdo tácito con los vecinos la dueña se contenía de poner música, para no perturbar la paz del barrio. Tal vez por esto la habían aguantado allí. Aunque de puertas para adentro Graciela vendía licor, aquello no era una cantina. Si algo había aprendido a lo largo de tantos años era a ser cauta.
Graciela bostezaba. Y su bostezo era como un desafío o un insulto. Estaba en la entrada, sentada en un taburete, sola, contemplando la noche con un sosiego de esfinge. Era una mujer vieja, magra, con una boca lacia, donde faltaban algunos dientes. Parecía eterna, una alegoría del vicio materializada en un tosco formato: camisilla verde, falda oscura, rulos en la cabeza.
–Solo hay una muchacha –dijo Graciela, y se apresuró a añadir: Es nueva.
–¿Cuándo llegó? –inquirió Peyo.
–Esta tarde.
–¿Cómo se llama?
–Mileidi.
–¿Está libre?
–Sí, entren.
Graciela nos precedió y cerró la puerta tras nosotros. Un foco de luz débil y amarillosa iluminaba la salita. El piso era encementado. Las paredes estaban empapeladas de periódicos viejos, algunos desgarrados, donde resaltaban titulares e imágenes que a pesar de caducos creaban la ilusión sensacionalista de la novedad. Un congelador destartalado ocupaba un lado de la pieza. Al otro extremo había una mesa con una jarra de agua y unos vasos. Tres o cuatro mecedoras se repartían el espacio. Tres cuartos más, cerrados con llave, se adivinaban en el trasfondo.
Las paredes forradas de periódicos conjugaban la intención decorativa con la diligencia del coleccionista: la farándula, el mundo de los ricos y famosos. Era como si Graciela intentara contrarrestar la desolación de su casita de tablas con el artificio de mansiones y castillos de papel.
Una muchacha pálida se estaba limando las uñas en la mecedora, la cabeza coronada por un fondo impreso de despampanantes reinas de belleza. Tenía un radiecito en el regazo. Pasito, un vallenato tristón, sonaba en el aparatejo. Nuestra entrada pareció arrebatarla del sopor. La tez y el cabello de la muchacha eran claros. Su vestido era verde, de una sola pieza, con una cinta del mismo género atada en el talle. En vez de zapatos, calzaba tenis bajos, sencillos. Sus ojos zarcos nos midieron.
–Siéntense –nos invitó Graciela. Le hicimos caso.
Graciela nos dirigió una mirada acuciante.
–Dos cervezas –dijo Peyo, interpretando el gesto de la dueña. Graciela abrió el congelador y sirvió las cervezas.
–ven, Mileidi, atiende a los señores –dijo a la muchacha, haciendo gala de su lenguaje profesional.
La muchacha guardó la lima en un estuche que tenía a la mano. Se levantó, dejó en la mesa el estuche y el radio encendido. La voz jacarandosa de un locutor caribeño se encadenaba con los vallenatos.
–Mileidi, ¿un ron? –la invitó Peyo, ilustrado en las normas de la casa, antes de que Graciela le recordara el código de cortesía.
–Bueno, con limonada.
–Ya lo sirvo –dijo Graciela. Y el mío también, Peyo, ¿cierto?
–Claro.
La bebida en la mano, Graciela se acomodó en su silla. Mileidi mezcló el ron y lo bebió de un trago. La charla nos entretuvo todavía unos instantes. Al fin Graciela nos miró a la cara y dijo:
–Al grano. Mileidi está lista. Hablemos de negocios. Regateamos un poco y acordamos la tarifa.
–¿Quién entra primero?
–Mi primo –dijo Peyo.
Seguí a la muchacha a la pieza. Las paredes tenían el mismo empapelado que la sala. Eché una mirada al vuelo sobre los periódicos y sobre el escueto moblaje. Mileidi se desvistió rápido y se echó en la cama en una actitud mitad apremio, mitad fastidio. Mientras me desvestía y luego mientras me desahogaba percibí el mascar de un cerdo al otro lado de la pared, en el patio. Escuché los quejidos lascivos de Graciela, a la que mi primo hacía objeto de atrevidas caricias, y me asombré del poder del erotismo en la mujer, pues Graciela, senil, exteriorizaba una pasión invicta.
Graciela también solía ofrecer sus servicios, pero siempre como último recurso. No había renunciado al amor. En ocasiones, de improviso, la vida le obsequiaba instantes de goce y ella los recibía como una merced inestimable. Mientras hacía un amor frustrante con la desabrida muchacha, casi sentí envidia de lo que sucedía en la salita, donde un mozote ciclópeo satisfacía el eterno furor libidinal de una abuela. Gozaban. Mis incursiones burdelescas pocas veces fueron afortunadas. Sentí al cerdo recorrer la pared de un extremo al otro, siempre mascando, gruñendo y rascando su costado contra los tablones. Aunque me vestí rápido, comprobé que mi compañera me había ganado, tomándome la delantera también en abandonar el cuarto, echándome una mirada irónica al salir. Me dieron ganas de quedarme allí un buen rato, encerrado, llorando.
¿No es burdo y canalla el instinto que nos lanza al amor mercenario? Evoqué el rostro de una joven de familia y costumbres gazmoñas y mi maldad la emponzoñó escribiéndole en la mente una imaginaria misiva erótica. Me daba pena pasar por su casa, saludarla atreviéndome a vencer el cerco protector de su parentela. Ahora no tenía ningún empacho en invitarla fantasiosamente a dormir conmigo en el prostíbulo de Graciela. Las mujeres virtuosas, contrario a lo que se cree, exacerban nuestros impulsos perversos.
Mileidi regresó a la salita: el dinero del único cliente había salvado la mala noche. Se fue a charlar con Graciela y Peyo. Peyo pagó una botella de ron. Graciela trajo vasos y una jarra con hielo y los acompañó, pero no bebió. La frivolidad es un arte que la mujer ha refinado a través de la historia. La vieja sazonó el rato con chismes e infidencias de sus habituales. De José villalba, el próspero hacendado, dijo que tenía gustos de lecho anormales: siempre quería hacerlo por la retaguardia. Pomponio, el jayán vendedor de hielo, del que el pueblo se burlaba por su obsesión burdelesca, tenía unaherramienta de burro. Las muchachas se lo disputaban y hasta se lo daban gratis. Graciela relataba estas anécdotas con la gracia de una buena anfitriona. Al igual que la piedra de Rosetta reveló al arqueólogo el significado de las inscripciones antiguas, ante su voz me parecía discernir la trama del desasosiego humano.
Me irritaba escucharlos. No quise abandonar el cuarto. Sentado al borde de la cama me puse a observar un artículo del empapelado sobre el nochero: “¿QUé PASó CON GARY COLEMAN?”. Un recuadro pequeño en el centro de dos columnas mostraba la foto estilo documento de un negro regordete: Gary Coleman. El negro del periódico me hizo acordar de Turbo, las cabañas de tablas, las calles próximas al Wafe, el puerto, el olor podrido de las aguas, las embarcaciones, algunas con motor fuera de borda, el mar. ¡Negros de Turbo! ¡Chocoanos! Me hizo acordar de un negro alto y macizo, un estibador, a quien veía a menudo en mis paseos por el muelle y a quien en mis adentros me regocijaba llamar John William Coltrane. Me hizo acordar de A love supreme y quise extraviarme por mares y praderas buscando los soles de ese saxo. Me hizo acordar de una negraza turbeña de rasgos bastos y voz ronca, a la que vi una tarde de hace años. Imaginé a esa negra cantando bellos spirituals. Me atrajo tanto la promesa musical avizorada en su cuerpazo, que me senté junto a ella. “Soy una pasatrabajos, una mendiga”, me dijo. Esta mujer sería una buena madre para ti, Gary, me dije. Una mujer gorda, un traje gordo, sabes lo protectores que son los trajes gordos. Además quién sabe si un día ella atina a cantar spirituals que nos rediman de tanto despelote, de tanta miseria. Quién sabe.
Gary sonríe sin mostrar los dientes, abultando los cachetes, llenos de por sí. Por qué no enseñas los dientes, negro, le regañé, de seguro son blanquísimos como los de uno que avisté un día en el Parque Berrío. Qué dientes tan blancos, qué sonrisa bella la de ese morocho. Me conformé con la albura de la camisa de Gary, puesto que mezquinaba la de sus dientazos. Diseño elegante el de la camisa, a pesar de ser casual wear. Creí adivinar una gargantilla de oro en su cuello. No sería raro.
Todavía no me decidía a leer el artículo. Era como si el rostro carnoso de Gary tratara de actualizar lazos de identidad entre nosotros a través de una prensa desactualizada.
–Bueno, Gary, ¿qué es lo que quieres? –le dije. Creí escuchar que Gary me respondía:
–Lee.
Le obedecí. Leí la noticia. Hablaba de los reveses de Gary Coleman, de su iliquidez, que la ruina lo llevó a trabajar en un estacionamiento, que era motivo constante de burlas en diferentes series, que tuvo líos con la justicia por golpear en la cabeza a una fan que le pidió un autógrafo. Me dio saudade, coraje.
–Suerte negra –mascujé.
Entonces el recuerdo de la negra de los ansiados spirituals me arrojó por los meandros de la nostalgia. Era el mar el que pugnaba tras bambalinas. El mar. Recordé el mar de Turbo, a tío Marcelino.
Tío Marcelino tenía una lancha. Una vez me dijo ven conmigo y subió a su embarcación. Lo imité. Tío Marcelino encendió el motor, maniobró el timón y me llevó al azul. Sí, el paisaje todo era azul. Azul airoso, intenso, del golfo de Urabá, del mundo. Qué inolvidable paseo. Ahora encontraba el mar de las leyendas, el caballo sin cabeza, en Gary, en su pelo, su bemba y su nariz de negro.
Es que ignoramos dónde y bajo qué formas se nos aparecerán los monstruos o los ángeles.
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Hernando González. Poeta, cuentista y novelista.Este cuento pertenece al libro Saudade por Gary Coleman, ganador del concurso de cuento de la Cámara de Comercio de Medellín en el año 2009.
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