viernes, 1 de enero de 2010

VAN GOGH: TRES BOTELLAS AZULES. Obra del libro : CÓMO MORIR EN UN SOLAR AJENO Y OTRAS DRAMATURGIAS. Autor: Mario Angel Quintero.



Van Gogh: tres botellas azules
Dirección de Mario Angel Quintero


El primer cuadro de esta obra se estrenó el 30 de agosto del 2008
en el Teatro Matacandelas en la Molienda Teatral de la IV Fiesta de las artes escénicas de Medellín con la actuación Raúl Ávalos Muñoz y la voz de Álvaro Narvaez


Tres visiones de tres Van Goghs diferentes. Sus sensibilidades son como vinos atrapados en botellas azules. Cada uno de ellos utiliza su neurosis aguda como herramienta para ejercer presión sobre la superficie de la realidad para que le rinda imágenes absolutas. De último tenemos el Van Gogh más famoso, Vincent, el pintor que nos enceguece con su mirada. Este persigue una negra por una noche negra para llegar a su versión de la disolución. Antes de él tenemos a su hermano Theo, el marchante de arte que muere de sífilis poco después de la muerte de Vincent. Este hombre urbano y cosmopolita sufre la visita de uno de sus clientes quien, como un líquido corrosivo, disuelve la sensibilidad de Theo en imágenes violentas y grotescas. Busca sosiego en la mirada pragmática y clara de su esposa Jo. Para empezar tenemos Theo Van Gogh, el cineasta e incendiario, descendiente lejano de los otros dos. Este mira desde minutos después de su propia muerte y reflexiona sobre el fin de la película de su vida. En una vitrina cercana encuentra a Ophelia y la identifica como su madre de muertes.

En agosto de 2004, Theodoor Van Gogh presenta en Holanda su cortometraje “Sumisión”, en el cual denuncia la crueldad corporal que se ejerce hacia la mujer dentro de la cultura musulmana fundamentalista.

La mañana del 2 de noviembre del mismo año, Van Gogh se dirige en bicicleta a su trabajo cuando Mohammed Bouyeri, de 26 años y miembro de una organización islamista radical, le dispara, derribándolo de la bicicleta. Bouyeri lo remata a quemarropa en el suelo con veinte tiros, lo apuñala varias veces y finalmente lo degüella.

Según testigos, la última frase de Van Gogh, dirigida a su atacante, fue: Todavía podemos hablar.



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Van Gogh: tres botellas azules




Theodoor (2004)



(Un cenital amplio. El piso pintado de verde. Las paredes negras. Dos sillas de doblar.)

(Entra un personaje cualquiera, y se sienta en la silla a la derecha. Levanta la cabeza y empieza a decir lo que vino a compartir.)

Hombre cualquiera: La sombra de un pájaro pasa por un muro. (Pausa.) ¿Cuántas veces la línea del signo de interrogación le ha dado la curva a un objeto, para describirlo, justo así? (Pausa.) Una presión. Un aprieto. (Pausa. Se pone de pie por un momento y se sienta en la otra silla. Pausa. Saca y se pone unas gafas cuadradas, uno diría soviéticas. Mira al público a través de ellas. Pausa.)

Caprichos como ese no me interesan (pausa), pero son (pausa), ahí están (pausa), recalcitrantes dentro del tiempo. El tiempo fija (pausa), hace que sean (pausa), y no hay más que hacer (pausa).

Sé (pausa), porque soy.
No hay un saber más allá de ser.

El pasamanos de mi imaginación espera una mirada mugrienta, algo que ensucie, un abrazo. (Pausa.)

El sol gris que le encuentra el fondo a las cosas, las pinta dentro de tanto aire inquieto. No quiero saber más de ajustes.

Cosas. Cosas. Cosas.

¿Por qué te ríes, balcón?

Las cosas se acercan. Sus superficies. (Suspiro y pausa.)

Los detalles de mi asesinato son banales. Un incidente de la calle, histrionismos, un asunto entre árabes.

(Risa, tos, pausa.)

Contacto. Al fin contacto. Pan, entre mis dedos, entre mis labios. Una sensibilidad que ladra. La cabeza de un nombre, inclinada, el aire frío. La vela afuera no ilumina, impregna. La razones para escarbar, en reposo, sensación como una red de nudillos.

El mundo es una ola, inunda y envuelve en pulsos transparentes que resplandecen fuera de enfoque, el peso y las presiones. Hable con la babosa, con la estrella mutilada. Los huesos no se astillan en el mundo compacto, todo dobla y se disuelve.

Hablar, seguir hablando dentro de los presupuestos de empujones, tener la última palabra a gritos, a punta de obscenidades, de supuestos y presuntos que apachurran cualquier momento exacto, al cual uno se podía haber pegado.

Tomadas de aire, juegos y vanidades en una necesidad constante, guirnaldas de muecas simpáticas, el reflejo en el mercurio, una muerte empantanada de melodías, la sumerjo en tanta fragancia, tanto vitrinaje que la veo, ahí la veo, bajo el vidrio inquieto de la corriente, su piel tatuada por el reflejo de espigas de maleza, (ajusta las gafas), brazos fríos, flotantes ondulan piernas, frías, ramas que ensartan coronas, espirales de flores, margaritas, tulipanes, boca de dragón, flotante muerte empantanada, su corazón lleno de espadas, como en un naipe, lleno de gladiolos, murmura trozos de aires que se astillan, espuelan. Ella se aleja, como una hoja inmensamente plana y verde, sus telas pesadas como un pez plateado silenciosamente se despliegan, mente y mente. Hierbas, manzanilla, menta, cidrón sueñan sobre sus manos abiertas. Las niñas asustadas, flotantes, muertas, entre las hojas plateadas, flores púrpuras ahondan, la acarician, dedos de los empantanados muertos.

(Se quita las gafas, las limpia, mira al público.)

Ay, madre.

(Se vuelve a poner las gafas. Mira al público. Pausa.)

Quizás era inevitable que un miedo frío y banal se posesionara de mí. Un miedo verde y bucólico, sobre el cual lo ponen a uno a gatear desde que sale rodando del vientre, desde el día, así llamado, en que uno es entregado a la luz, como si fuera un rehén, quitándose la venda y sobándose las muñecas para poder llegar entero a la muy respetable luz y su prado amplio y tolerante.

Soy, entonces, un estampado, relativamente jovial y fiel, de ese miedo, es decir un nadie amable encendido y extinguido por un miedo familiar, un miedo pálido, desagradablemente bovino y estorboso, como una luna gorda, colgada en toda la mitad de una noche.

Está bien. Acepto. A ver mi ficho. Empiece a borrar por los bordes, donde falta definición. Sangremos en colores. Estoy cansado de jugar a abrir puertas, a bisagrar puerta puerta paso puerta paso paso puerta. Al umbral barato. Tan difícil para las uñas encontrar el más mínimo mugre. El día liso. Nadie es una suciedad tapada con laca. Es un dedo. Una mancha de silencio mata a un lirio. Se ha comprobado a través de elecciones. Así que manosee bien el sobre antes de abrirlo, destape el alcantarillado y desaparezca, que un mundo verde con filas de tulipanes te peina y te arregla para que te rías de una manera natural. Ponte el miedo como un saco para que nadie que te ignore, nadie que te insulte, nadie que te espere con cuchillos—pero no es para tanto, a ver mi ficho, que no quede ni un perro suelto por ahí, ni el bobo del pueblo, ni los trapos masticados, amarrados en nudos en los cables de la luz. Oscuridad. Luz sumisa suspira, líquida en botellas sin etiquetas, más para verter en rezos, más para derramar por cuellos rotos.

(Pausa.)
Como queriendo flash-flash estregar el ojo flash pelarle flash la laca a la lengua flash flash llenar los oídos flash de nieve flash nieve flash-flash que cubre el cuerpo flash recién apagado flash-flash que perla flash la mirada, que ahí se desploma por un hueco de silencio…

(Pausa. Mira al público. Ya, sin nada más que decir, se levanta de la silla y sale de escena.)


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Theodorus (1891)


(Vuelve inmediatamente e igual. Tiene el dedo índice de la mano derecha levantado como si estuviera a punto de vocalizar alguna precisión. Se sienta en la silla derecha, o sea en la otra de la que acaba de habitar. Pausa. Mira al público. Mira al dedo levantado. Le parece absurdo ver su dedo así levantado. Lo guarda.)

Hombre que sigue siendo cualquiera: Oriundo de, oriundo de—los dedos como gusanos gordos sobre su chaleco, el costal de su papada que tiembla sobre una risa perdida. Quisiera recoger todo el silencio que queda en los rincones de esta sala y metérselo a la boca, un pañuelo traslucido con sus iniciales, para que tuviera que masticar el vacío creado por sus movimientos torpes. Oriundo de—mi histeria me quema y me encandila con la luz que aspiro desde un cigarrillo, de una salida a la calle. Quisiera hacer visibles los minutos. Repite, oriundo de—situando en toda la mitad de nuestra conversación el monumento grasoso de su sudor (al subir las escalas) y de sus bostezos (al haber comido antes de venir). Con qué garantías ¿biográficas? ¿de valor? ¿geográficas? ¿de la tribu? sería posible cuñar a este objetico, amado a mil apretones y babeado por cierto, dentro de los afectos estrechos de su pequeño malestar interno, ese eructo tapado-- su gusto.

(Extiende la mano detrás de la silla, saca y se pone un Bombin con una serie de espejos pegados tal que sus ojos no se ven directamente sino reflejados en un espejo encima del sombrero. Ajusta los espejos para poder mirar al público.)

Mi boca llena de engrudo, mi cuello lleno de cuchillos, mis bolsillos llenos de tocino, así se digieren visiones, a través de la decencia. De dientes para afuera el mundo brilla en jerarquías, venías y candelabros, el aire potente con un corrosivo que brilla, que se come la modestia y deja sólo lo que sale a bailar, lo que sale a subirse las faldas, venas, proveedores, sus pechos también llenos de artículos útiles, eso es crecer, pegarse de algo y chupar, olor a humedad, piel tatuada de hongos, a tragarse hasta las calzas sin haber encontrado nada, el mar sin sabor ahogando incesantemente, vestigios domésticos a la deriva, al ritmo del mataculín por los hoyos de sus olas inmensas, océanos de reglitas balbuceadas, sin la barcaza del más mínimo nombre.

La mirada en el mundo de soslayo rebota, no se lee, se hojea de reojo, cambia de dirección y objetivo donde todo es un blanco. Cambia de ángulo repentinamente bajo la presión de su bigotico, el lápiz del orden. Sólo un tic, una mínima incomodidad, y la mirada se postra.

Las antenas salen, sale el alma de insecto, cuerno inútil. Sensaciones casi imperceptibles se hunden, se vuelven sedimento. Las extremidades se forran, todo adentro misterioso, todo afuera articulado en la última moda para caparazones. Grita un cojín, y lo tapa con su nalga generosa y pedagógica. Dice, creo que lo conozco. De nuevo despierta en su papada la larva de su risa. Jo, tiesa del dolor pálido que se boga, lo mira un segundo antes de tratar de recogerme, donde estoy regado alrededor de sus pies por todo el parquet.

Jo, nervio. Quedarás exhausta. Te extenderás relámpago y quemarás nuestro lecho. Hueles a ceniza, a lluvia. Te abres como un cangrejo. Jo, eres uñas y cartílago, eres el instante antes de la violencia. Me aplastas contra el piso, contra el techo. Eres ama de mis excreciones. Me escurres de palabritas divertidas en la sala. Me estampas para que me repita, siempre decorativo, bombeando mis adentros amablemente. Eres una soga que raspa, Jo. Me pego a ti, áspera y seca. Tu mirada pálida quema al tocar la piel, chupa de su humedad.

De algún metal barato sus comentarios se asoman entre sus labios como botones, como manchas tras solapas. Su sonrisa irónica, el contenido de su estornudo elegante, gomitas de colores con que llena sus bolsillos para darles a los niños tuertos que siempre hay, mientras que su saliva acaricia su bigotico de la emoción, estoy seguro que lo conozco, bajito y pelirrojo...

Me hastío de la familiaridad que asume, diciéndome: eres un pasabocas. Mis ojos se alejan de mí. En pedazos con legumbres y una salsa dulce mi mandíbula al fin se sirve. Los dientes cobran, las lenguas empapelan los muros con avisos para productos digestivos que sueltan con menos y aprietan con más. Mira a Jo, suplicante al altar de mis reflejos, y empieza a temblar y enrojecer. Siente la presión de una puerta cerrada. El silencio infecta la sala. Una pega amarilla que secreta la superficie interior de su cráneo atrapa sus disculpas al verme ir al piso. Hasta él se da cuenta que no es lo que hubiera dicho... no es lo que hubiera hecho...

Jo va por la escoba y el recogedor.

(Se quita el Bombin. Mira al público.)

Una etiqueta de colores muestra a una niña holandesa que trae algo en un balde. Los colores al llenarse de luz se vuelven traslucidos, y la mirada vacía de la niña es más bien los puntos finales de dos líneas que vagan por todo el diseño, ya un vitral que representa una pequeña iglesia en el campo, llena de espuma blanca, llena como la piel pálida y pecosa de la entrepierna que Jo me ofrece, llena digo—gagueo—de la luz de mi boca cerrada, sabiendo a gracia, que sin lienzo donde untarse se revuelca sobre los billetes con que se han sellado mis ojos.

(Bajan las luces.)


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Vincent Willem (1890)


Voz del Hombre más que nunca como cualquiera en la oscuridad:
Ahí está.
Desde el muslo de una noche negra.
Ahí está. Ahí está lo que queda cuando todo lo de más se ha raspado, se ha diluido. Lo que queda ahí está. La sumisión a una ceguera vasta. A través de ya y ya y ya, a través de ya ya ya. Acaricia la piel y la oscuridad entra por cada poro. Cierra los ojos. La oscuridad, no hay como apagarla. Los párpados me acarician. Espero el momento en que la oscuridad se vuelva uniforme. Cuando ya no queden secciones, cascos, pincelazos, ni filamentos siquiera de su materialidad.

La mujer negra que consume el alma de Gauguin se le ha escapado. Aros se amontonan y crean el tronco de un árbol. La noche caminando por la noche, atraviesa ya, ya. Atraviesa ya ya ya, ya. Yo la sigo por las calles nocturnas en un sombrero cornado de velas. Ayaan, Ayaan. La superficie de la oscuridad sigue perturbada. Cualquier espacio es el resultado de algún movimiento. Cascadas. Destellos errantes se insinúan. El anaranjado duele. Remolina. Impotencia. Un morado desarraigado por el sol, un morado que casi renuncia a su tintura, sólo tiende a ser.

Los halos de las lámparas.

(Prende una vela larga y la sostiene a brazo extendido frente a su rostro, entre él y el público.)

Luz rota en pedazos pegados sobre el aire. Amarillo con su halo blanco sobre miles de lienzos azules. La corriente de la misericordia leve, casi imperceptible, como una brizna de color, llevada por el viento. Verdes, rojos. Azules y negros. Restregar la piel. Llamas.

Viene la risa en olas, los susurros. Un azul invadido por blanco. Los rostros, las frentes verdes, el cráneo como se colapsa hacia la boca. Aruñados amarillos, peladuras blancas. La luz cae recta, es el hombre el que se inclina a cuarenta y cinco grados.

La raya encierra, rayas negras dividen el color del aire. Venas y arterias, un amarillo incrustado en una lluvia de fachadas. Una línea contundente atraviesa el punto donde la piel toca el aire. Ahí está.

La piel del cielo punzada por estrellas. Una negritud en llamas. Un enredo de luz. La fiebre ondula, fija y moldea ver.

No me aguanto ver por las tardes como el amarillo cojea, vertido calle en calle, a mendigar cualquier apertura, cualquier vericueto, a platearse frente la sombra de cualquier objeto. El azul no perdona. Ataques de amarillo y blanco. Los halos de las lámparas.

La sigo hasta un alto,
Un pantanero
Donde se encuentran
Los caminos.

La luz blanca
Llega y deshace
La noche
Hacia luminosidad.

Busco su figura,
Que se disuelve
Sobre un fondo florido.


Alrededor de su silueta,
Una pelusa de luz
Crece y el cielo
Se llena.
Como si fuera
Un vitral.

Siento que la presión del resplandor me romperá en pedazos. Ahí está. Ahí está.

(Apaga la vela.)



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MARIO ANGEL QUINTERO.Para un mejor panorama de su autor, presentamos a continuación el prólogo y el epílogo del libro de dramaturgia al que pertenece la obra aquí publicada.


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Prólogo

Su nombre es George Mario Ángel Quintero pero su identificación como poeta es Mario Angel Quintero, sin tilde en la A. Si uno se le acerca por detrás y le toca el hombro, uno pensaría encontrarse al ver su espalda, que se trata de un estibador de los muelles de Nueva York; pero al darse vuelta, uno se encuentra con un poeta con cara de niño, pero no de un niño cualquiera, sino uno de esos que juegan con una cometa forrada en palabras.

Mario Ángel Quintero, es un poeta en busca de espacios y de un “presente continuo”.
Su vocación inicial, si es que podemos hablar de vocación en los seres que se buscan a sí mismos desde que nacen, fue la de narrador y poeta. Sus cuentos son un prodigio de atmósferas sugerentes y sugestivas y sus poesías una búsqueda musical del ritmo vital en una interrogación perpetua acerca de una espiritualidad presentida, pero vital, desde el mismo momento en el cual es encarnada en la articulación de las palabras justas y precisas.

Tarde en su devenir (es un decir), encara un compromiso con el teatro, y escribe conmigo: Francisca o Quisiera morir de amor, llevada a escena bajo mi dirección y luego convertida en video por él; fue un paradigma de nuestra incipiente dramaturgia. Y luego actúa y escribe, así en ese orden: Las Buenas Intenciones. Dos horas en las cuales él despliega, con gran histrionismo, una historia asombrosa, por su ritmo y vivacidad, y en donde encuentro, lo que para mí es decisivo: una capacidad de crear situaciones críticas, conflictivas, daguerrotipos de ironía y de una gran carga semántica sobre la condición humana. Que conste que fue ,además, su primera experiencia profesional en las tablas.

Las obras que presenta a consideración del público lector, en esta ocasión, bajo el título de: “Cómo morir en un solar ajeno y otras dramaturgias”, comprende partituras escénicas que van desde el “realismo” en claro-oscuro de Las Guisas, el didactismo ecléctico de Bartleby o un monólogo para una actriz sola en un presente continuo, el apocalíptico pero terrenal y tristemente humano unipersonal de la obra que sirve de título al libro, hasta las expresionistas partituras de “Van Gogh: Tres botellas azules” que termina con ese “siento que la presión del resplandor me romperá en pedazos. Ahí está. Ahí está.”

Cada una de esas obras merecería un análisis especial. Cada una de ellas, según visión muy particular que tengo del Teatro en la actualidad, tendrían que desencadenar, al leerlas, un imaginario cuya expresión sería la encarnación escénica de esos actos de habla. Es el gran poder que tiene en su mano el escritor de teatro, de aquel que escribe con conocimiento de la praxis escénica, del que consciente o inconscientemente, según su visión del mundo, provoca la confrontación, la incita y la proyecta.


Gilberto Martínez
Director de Casa del Teatro de Medellín
Junio 23 de 2009



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Epílogo

Es algo común en mi vida que cuando ya voy en mitad del río se me ocurre preguntar por qué fue que me metí. La práctica de la dramaturgia no ha sido una excepción en este sentido. Es en este momento, después de haber escrito más de quince obras y de haber dirigido un número igual, que me propongo responder a la pregunta ¿por qué escribo teatro?

La respuesta fácil sería que me casé con una actriz. Si soy honesto con mi mismo, admito que esa relación me ha alimentado más profundamente que cualquier otra. Pero esto es verdad también cuando se trata de la poesía, de la ficción, de los ensayos, de la pintura, y de la música. Así que, si le quiero asignar una función a mi matrimonio en términos del teatro, diría que, más que todo, me dio fue la oportunidad de meterme en ese mundo.

¿Pero el ímpetu? Para encontrar eso tendremos que buscar mucho más allá. Especialmente porque no se trata de un amor abierto por el teatro, ni nada parecido. A mí siempre me ha irritado el teatro, no porque me haya confrontado, sino por sus imperfecciones. El actor que tartamudea cuando ve un conocido en el público, la música que no suena a tiempo, la iluminación perversa, la noche sin ritmo, el público flemático, la resolución notoriamente fácil, todas estas y muchas más me han torturado durante todos mis años como espectador. Quisiera decir que esta irritación ha disminuido con los años de práctica, pero sería mentir de la peor manera. A la lista anterior, ahora se le puede agregar el actor temperamental, el técnico descuidado, la imposibilidad económica, la falta de público y crítica, y el temperamento carnívoro del gremio. Sin embargo, aquí estoy y aquí seguiré por lo menos por un tiempo más. ¿Por qué?

He conocido personas a través del teatro quienes para mí es un honor decir hoy que son conocidos y amigos míos, gente de talento e integridad artística. El teatro me ha permitido trabajar con personas mucho mayor y menor en edad y ambas instancias me han enriquecido. Pero esta verdad grata no explica ¿por qué teatro?

Creo que mi compromiso con el teatro nace de varias situaciones a la vez. La primera, por ser la más primitiva, o digamos la más infantil, es la de tener un pretexto para hacer magia. El momento en que aparece una paloma inexplicablemente por encima del guante del mago es inseparable para mí del interés que tengo en escribir teatro. En la práctica, esto se convierte en el proceso de materializar un capricho. Para entender el capricho mismo tendríamos que adentrarnos en la naturaleza del asombro, de la sorpresa, de lo qué queremos decir cuando decimos magia. Pensándolo ahora, me parece que he sido poco realista en mis expectativas acerca de la actuación. He querido que el actor sea tan preciso y tan riguroso, que sea tan conciente de mis habilidades y debilidades de espectador, como lo es la mano del mago. Para mí, el actor ha sido un atleta del asombro, un mago de emociones y evocaciones.

Aquí se une a las motivaciones otro deseo infantil, el de ir más allá de lo razonable. Esto siempre se cumple en el teatro, y a su favor puedo afirmar que el teatro es un espacio de oportunidad para entrar en lo inusual. Así lo he visto desde las primeras palabras de cada texto, y así he utilizado el teatro que escribo como una manera de hacer lo que más quiero ver como espectador.

Otro aspecto de la dramaturgia, que me atrae y que la distingue de los otros géneros de la creación literaria, es que la dramaturgia es intencionalmente escrita a medias. En vez de cantar una realidad, como lo hace la poesía, o insinuar una realidad y así crearla, como hace la narrativa, el teatro crea un pretexto dentro el cual quizás una realidad ocurrirá. Cada día estoy más convencido que lo más importante de un texto de teatro es lo que no dice. Más que en cualquier otro genero la dramaturgia nos invita a encontrarnos con ella en mitad del camino. El momento teatral siempre será un momento mutuo. En ese encuentro que ocurre en escena cada cual llega con su pieza del total, y estas no están predeterminadas. Así que no me preocupo por escribir teatro, ni por incluir necesariamente elementos que para otros podrán ser esenciales como personajes, argumentos, tensión, escenografía, o resolución. Pueden estar o no estar. Yo me preocupo por preparar desde la página el momento de encuentro en esa otra realidad de la escena.

Para mí ese encuentro es todo, y quizás aquí nos acercamos a la razón por la cual sigo con la dramaturgia y con el teatro. Para un misántropo como yo, es la manera más nítida de abrazar al otro. La posibilidad que yo veo de comunidad existe por momentos en la risa de un público al reconocerse y en el silencio de respeto que se le otorga al vivir del otro.

--- Mario Angel Quintero
25 de junio del 2009
parpadoteatro@gmail.com