sábado, 27 de agosto de 2011

LAS GORDAS DE PAPÁ Y UN SECRETO. Por Liderman Vásquez



                                                                                       pintura de diego velásquez




LAS GORDAS DE PAPÁ Y UN SECRETO

Papá se iba a casar con una gorda famosa, una que sale en la televisión. El día de la boda no apareció y la gorda se quedó vestida. Dice mi abuelita, que nunca se ha llevado bien con mamá, que si papá se hubiera casado con esa gorda mi situación, y la de mi hermana, sería mejor. Esto, como es lógico, no tiene sentido. Si papá hubiera tenido hijos con otra mujer, gorda o flaca, otra mujer distinta de mamá, mi hermana y yo no existiríamos, estaríamos en la nada. 
El caso es que entre papá y las gordas hay química.
Mamá, en cambio, es flaca como papá. Flaca y celosa. Cuando yo tenía seis años se separaron, ¡y a que no adivinan por qué! ¿Por una gorda?  Sí, por una gorda fea, chaparrita, de boca grande, muy grande, con bigote, la gorda Cruz Mery. Papá se perdía dos, hasta tres días, y cuando aparecía había platos rotos, insultos, lágrimas…Todo, seguido de una reconciliación ruidosa y frágil. A los días volvía a sus andanzas. La gorda quedó embarazada y mamá, poseída por la ira, se fue de la casa. Nosotras nos fuimos con papá para la casa de mi abuela y algunos días mamá nos llevaba con ella.
A pesar de andar separados, los celos de mamá se exacerbaron, siempre por lo mismo, por las gordas. No había día en que las amigas de mamá, flacas como ella, pues se cuidaba de tener amigas gordas, dejaran de mortificarla. Papá manejaba un bus de Florencia, un bus que mi abuelito le había regalado, y siempre había una gorda en la silla del ayudante. “Israel anda con otra gorda para arriba y para abajo”, decían las amigas. Entonces mamá se cuadraba en una esquina por donde sabía debía pasar el bus y le armaba un escándalo, le tiraba piedras, se metía dentro del bus y lo insultaba. Una vez, en pleno centro, se agarró con una gorda y tuvo que ir la policía a despegarla porque mamá parecía una garrapata.       
El día de las velitas se reconciliaron y esa navidad volvimos a ser una familia aunque las gordas, en la afiebrada imaginación de mamá, estaban al acecho como barcos piratas, dispuestas a devastar su frágil seguridad. Todo iba bien hasta que unos amigos les pintaron un negocio en el que ganarían mucho dinero y ambos aceptaron, mamá, por alejar a papá de las gordas, papá, porque el negocio le pareció muy bueno. Consistía en llevar carros robados a la costa. Papá viajaba con documentos falsos y tenía que memorizar los números de las matrículas. 
De todos los años que he vivido, tengo dieciséis, ese estará siempre en mi recuerdo como el mejor. Fuimos más de diez veces a Cartagena y parecíamos una familia normal que viaja un fin de semana a descansar. Cuando no hay gordas de por medio las cosas funcionan bien, aparece una gorda, y todo se enrarece. En uno de esos viajes comprobé que papá, a las gordas, les resulta el hombre más atractivo del mundo. Llegamos a un restaurante lujoso, con parqueadero y cantidades de matas, un restaurante en la carretera, cerca a un pueblo que se llama Caucasia. La dueña, una gorda grande y exuberante abandonó la caja para atendernos personalmente y luego, cuando nos trajeron el servicio, se dedicó a devorar a papá. Dos veces se acercó a preguntar si el señor se sentía bien atendido, contoneándose en sus tacones, moviendo el enorme trasero. Era bastante cómico y mi hermana tenía la cara roja de tanto aguantar las ganas que tenía de reírse y empezó a toser porque un grano de arroz se le fue por la nariz. Papá estaba feliz y mamá echaba chispas. 
El resto del viaje fue una eterna discusión. Mi hermana se hizo con papá y mamá se hizo conmigo en el puesto de atrás, estirando cuello y cantaleteando. Decía que todas esas gordas, incluyendo a la del restaurante, eran unas putas. La tal Cruz Mery, decía, no sabe ni de quién es el hijo. Entonces fue cuando me enteré que el hijo de la gorda, que a esas alturas debía de ser un recién nacido, no tenía padre. Enumeró a todas las gordas, como doce, que habían tenido algo con papá y repetía y repetía que todas eran unas putas. “No digas palabras delante de la niña –decía papá-, la vas a acostumbrar a ser grosera”. Siempre he creído que en algún lugar, entre las cosas de mamá, hay una libreta con todos los nombres de las gordas, y que esa vez, cuando retornamos a Medellín, lo primero que hizo fue buscar su libreta y anotar: la gorda del restaurante.
Nos quedábamos en Marbella, en el hotel Bocachica. Papá nos dejaba y se iba a entregar el carro y a cobrar. En la noche comíamos en el restaurante del hotel, caminábamos por la playa, sin zapatos, y aunque el agua estaba tibia no nos bañábamos porque a mamá le daba miedo. Luego papá nos dejaba en la pieza y salía con mamá a tomarse una panchita de aguardiente. En el hotel, en la playa, o caminando por la ciudad amurallada, todo era felicidad. Las rivales de mamá no frecuentaban los hoteles, ni las calles estrechas de la ciudad colonial, ni mucho menos la playa. A mamá le gusta mucho Cartagena, siempre dice que de todas las ciudades (sólo conoce Medellín) Cartagena es la única donde le gustaría vivir. Muchas veces la escuché renegar del calor, de los negros —mamá es un poco racista— y sé que no cambiaría Medellín por nada del mundo. Lo que pasa es que  en su mente recalentada por los celos Cartagena es una ciudad sin gordas, sin rivales. Medellín, en cambio, es la ciudad de las gordas. Ella no tiene en cuenta, quizá porque en esa época todavía no se conocía con papá, que la gorda famosa, la que se quedó vistiendo santos, es costeña, una gorda costeña. 
Ustedes se estarán preguntando cómo hago para recordar cosas que ocurrieron en la prehistoria de mi vida. Muy sencillo: ese año, y el siguiente, cuando cumplí los siete, son, hasta ahora, los más importantes de mi vida. El uno, porque viajé muchas veces al mar y parecíamos una familia normal, el otro, porque a papá lo metieron preso. El último viaje, que papá hizo solo porque peleó con mamá, tuvo como destino final Bellavista. Días antes una mujer dejó en el contestador un mensaje: “Flaco lindo, soy Graciela, la del restaurante, llámame cuando vayas a venir”. Era una voz de costeña, de costeña gorda. Mamá, para vengarse, se desquitó conmigo. Me pegó tanto, me sacó tantos morados, que estuve postrada una semana. Desde entonces descarga toda su rabia sobre mí, como si castigándome castigara también a papá. 
Cinco días después de ese último viaje nos enteramos por las noticias que a papá lo habían cogido. Aparecía con otros hombres, cabizbajo, más flaco de lo normal, sin afeitar y esposado. La presentadora que pasaba el informe dijo su nombre completo: José Israel. Yo no entendía, pero las lágrimas de mi hermana y de mi abuela decían que papá estaba mal: “No lo vamos a volver a ver”, decía entre sollozos mi abuela. Mamá vino al día siguiente, muy temprano, con los ojos hinchados, ojerosa, como si toda la noche se la hubiera pasado despierta, llorando. Mi abuela ni siquiera la miró.
Al mes hicimos nuestra primera visita a Bellavista. Durante siete años, todos los domingos, fuimos a la cárcel a visitarlo. Un amigo de papá que tiene un taxi nos recogía a las seis de la mañana donde mi abuela. Mamá vivía en la casa de un hermano y trabajaba en unas confecciones. La veíamos, igual que a papá, los domingos. Cuando llegábamos a Bellavista mamá estaba en la fila, bien ubicada, feliz porque iba a ver a papá y porque ahora, sin gordas de por medio, papá era sólo para ella. Sé que en la cárcel hay gente horrible, pero papá no es horrible. Hizo algo reprochable desde todo punto de vista: llevar carros robados a otra ciudad, carros en los que posiblemente… Ustedes pensarán que estoy justificándolo. No es así. Las personas son como un costal lleno de lo bueno y lo malo y en el costal que es papá hay más cosas buenas que malas, sólo que esa vez las cosas malas estaban en la superficie. Uno no sabe en qué momento estas cosas están al alcance de nuestros actos. Esta es mi teoría, la pueden llamar “El principio de incertidumbre de Laura” 
Papá tenía un atlas y me enseñaba todas las capitales del mundo, me hablaba de países, de ríos, de sistemas montañosos, de mares donde la gente flota aunque no sepa nadar, de razas, de costumbres… Él, condenado a ver un pedazo de cielo durante años, se aferraba al mundo de afuera a través de un atlas. También me enseñaba las tablas de multiplicar, hacía conmigo las tareas, me enseñaba adivinanzas, chistes. Si tenía que consultar sobre las edades de la tierra, o sobre las células, papá conseguía una enciclopedia donde los presos políticos. Decía que los presos políticos eran unos bacanes, gente estudiada, con títulos universitarios. Cuando la tarea no se encontraba en la enciclopedia los presos políticos la sacaban de su cabeza como por arte de magia. Papá nos contó la historia de la embarazada, mujer de un extorsionista, que parió en Bellavista ayudada por los presos políticos. Yo no entendía, por más que me explicaran, quiénes eran estos señores. Hoy entiendo cosas difíciles, cosas de nuestro mundo interior, y sé, con toda la certeza del mundo que papá, a pesar del delito que cometió, es un hombre bueno.
El primer domingo que fuimos a Bellavista, así como las capitales de muchos países, está grabado en mi cerebro para siempre. Papá se abalanzó sobre mamá, luego sobre mi hermana, y, finalmente, se arrodilló y me estrechó en sus brazos. Sentía las contracciones de su pecho agitado por el llanto, sus lágrimas mojando mis cabellos, su voz entrecortada diciendo mi bebé, mi bebé. Una hora estuvo papá arrodillado, abrazándome y llorando. Otra cosa que no olvido son las despedidas cuando la visita se acababa y sobre Bellavista caía un manto de tristeza, un manto tejido por todas las personas que hacían parte de esa realidad, un manto que ensombrecía las cosas. Papá siempre lloraba, abrazaba a mamá, a mi hermana, y luego se arrodillaba y me estrechaba en sus brazos, me prometía que cuando saliera íbamos a estar juntos. 
Desde muy temprano, en mi pecho, se abrió el vacío de la tristeza, un vacío inmenso los domingos por la noche, enloquecedor los lunes, un vacío que, a medida que avanzaba la semana, atenuaba la esperanza, y, los sábados, estallaba como una bomba de felicidad. Por eso me gustan los sábados. Estoy tan familiarizada con la tristeza que la considero parte esencial de mi vida, necesito de los días grises, de las personas aburridas, me gusta pensar cuando estoy bajo el efecto de una mala noticia. Mamá, descerebrada por largos años de celos, acosada por fantasmas obesos, dice que soy una amargada, que no entiende cómo alguien puede estar encerrado un fin de semana leyendo un libro, que una persona joven necesita divertirse, salir con los amigos. Un día le dije que con la sabia estulticia era mejor no discutir y me miró como se mira a alguien que acaba de perder la razón. Últimamente, cuando las cosas se ponen difíciles, la freno con una frase, para ella, incomprensible. Así he logrado liberarme de sus castigos. 
Papá estaba preso y la vida continuaba. Mi hermana, el mismo año que cogieron a papá, quedó embarazada y, muy pronto, se convirtió en madre soltera. Yo dejé de ser niña, fui queriendo cada vez menos a mamá y mucho a papá, un amor aprensivo, sin límites, un amor que él corresponde en la misma proporción. Por eso, cada vez que aparecía una gorda, mamá se desquitaba conmigo, me pegaba, me encerraba todo un fin de semana sin comer ni beber, me humillaba. Ahora ya no lo hace, sabe que tengo frases afiladas, llenas de aristas, frases que no están al alcance de su comprensión.
El año en que papá salió de Bellavista hice un descubrimiento. Todos los días el sobrino de la gorda Cruz Mery pasaba por el frente de la casa de mi abuela. Siempre iba solo, con su morral a la espalda. Pero ese año lo acompañaba un niño como de siete años que resultó ser el hijo de la gorda. Como yo sigo la misma ruta, me iba muy pegada a ellos y me fijaba mucho en el niño: tiene la misma cara de papá. Estoy segura de que ese niño es mi hermano. Nunca he compartido este secreto con nadie, ni con mi hermana, ni con mi abuela, ni con papá, ni siquiera con Echeverri, mi mejor amiga.