sábado, 9 de enero de 2010

Dos cuentos de Hernando González Rodríguez.

pintura de vladimir kush



Dos cuentos del libro
Saudade por Gary Coleman

Primer Puesto ( Categoría: Cuento)
IX Concurso Nacional de Novela y Cuento, año 2009.
Cámara de Comercio de Medellín para Antioquia.
Autor:Hernando González Rodríguez.


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Las mesas del cielo




EXISTIÓ NO HACE MUCHO UNA CLASE DE HOMBRES que se distinguían de los hombres comunes y corrientes por el ejercicio ferviente de una costumbre excéntrica: comían mirando al cielo.
Estos hombres eran seres extraños. Decían no pertenecer a religión alguna, sus ojos elevados no tenían propósitos reverentes con algún dios o esfera cósmica, en ningún momento. De ordinario, en los actos regulares, su vista ejecutaba los movimientos normales. En esto no se diferenciaban de los demás. Si leían un libro lo hacían en la postura acostumbrada. Si iban en un vehículo, igual. Si se inclinaban a recoger algo del suelo, lo mismo. Solo se distinguían en que comían no con los ojos bajos o fijos en las viandas, sino mirando al cielo. Explicaban a quien les preguntaba que era un impulso instintivo, incoercible, ajeno a su voluntad. Apenas tocaban un bocado sentían un tirón en el cuello que los obligaba a mover la cabeza hacia arriba y a mantener bien abiertos los ojos contemplando el cielo. No había posibilidad de rebelarse. No podían comer sino mirando a las alturas, en la posición en que algunas láminas suelen mostrar a Baco, el dios de las vides, comiendo gajos de uvas, que es: la mano que ase el gajo levantada sobre su cabeza, y la extremidad del mismo en su boca abierta y golosa.
Estos hombres habían desarrollado una habilidad asombrosa para comer de ese modo. Incluso cuando ingerían bebidas lo hacían así y nunca derramaban una sola gota. Se veía que mientras comían no estaban pendientes para nada de la comida, sino de cosas que ocurrían en el cielo. Entraban en una especie de rapto. La comida solo parecía servir de medio mecánico para alcanzar ese éxtasis, material de combustión que entraba en sus cuerpos y obraba un efecto orgánico primario y cuyo bagazo luego sería eliminado. ¿Qué era lo que tanto les llamaba la atención allá arriba que ponían esa cara de transporte? No se sabe. Quizás aguardaban alguna revelación mística. Tal vez solo contemplaban las pasajeras nubes. O acaso la visión del éter obrara en ellos como un excelente dispépsico. Los organismos son tan diversos dentro de la humana uniformidad. La naturaleza nos dota de sensaciones y reacciones distintas. Unos son alérgicos a ciertas telas, otros se marean si suben más allá de un segundo piso y hasta existe quien no soporta el olor de un perfume. En fin, he hallado personas que incluso se sentían mal con las tres únicas posiciones en que la gravedad nos permite permanecer, que son, vertical, horizontal y transversal, y querían inventar una nueva postura.
Cuando los hombres del cuento acababan de comer, sencillamente bajaban la vista y casi sin transición se reintegraban a la vida con sus situaciones naturales. Quien los viera en ese instante
jamás hubiera creído que albergaban naturalezas extravagantes. De hecho, estos hombres solían comer en medio de un ambiente de retiro y sosiego, por no decir de clandestinidad. Pocos los ha- bían visto mientras comían. Si se hallaban entre gente extraña y necesitaban alimentarse, se excusaban, buscaban un lugar aparte y comían. No constituían una facción o una secta. Jamás se reunían en asambleas o grupos parecidos. Ni siquiera se conocían entre ellos, y si llegaban a coincidir, a conocerse, incluso entre sí mismos extendían el misterio de comer a solas. Cierto que por más que se aislaran a veces eran sorprendidos en su excentricidad y así se fue teniendo noticia de estos hombres y su extraordinaria manera de comer. Muchos los atacaron con la crítica acerba de que eran unos orgullosos, que su insularidad al comer evidenciaba un rechazo al- tivo de los modos de comer del grueso de la gente; evidenciaba, sí, la convicción de que el acto de comer denuncia en los hombres su parentesco con los animales. ¿Es que se creían superiores? ¿Acaso eran de la estirpe de los ángeles? ¿Los demás eran despreciable ralea, simios medio evolucionados?
Ellos se las arreglaban para aplacar la indignación de sus detractores. Se valían de un recurso sin par: la bondad. En seguida desarmaban a sus críticos. Porque realmente no podían ser más bondadosos. Ni siquiera tenían que enfrascarse en polémicas ni arduos litigios. Bastaba un mohín o una acción instantánea para ganarse el corazón de sus enemigos. Por ejemplo, se cuenta que una vez uno de ellos estaba a punto de ser linchado por una turba intolerante y rabiosa que se decía afrentada por los remilgos de ellos y la víctima, sin dejar de mostrarse ecuánime e imperturbable, dibujó una sonrisa tan hermosa que contuvo la violencia de la plebe y los impulsó a disgregarse mansamente. En otra oportunidad, otro de ellos, ante una inculpación semejante, se ganó a su detractor con esta frase:
–Perdona mi extravagancia, pero grande es mi ambición. Mi mesa está en el cielo.
Desde entonces se les ha conocido como los Comensales de las Mesas del Cielo.

Nadie vio jamás a dos de ellos comiendo juntos. Parecían negar de plano cualquier idea de asociación. No eran gente que se destacara de los demás por rasgos fisonómicos o de condición social o ideológica. No. No eran seres sobrenaturales ni extraterrestres ni nada por el estilo. Un empleado de un taller automotor, un gerente de un banco, un escolar o una dama, cualquiera, indistintamente, podía haber sido tocado por esa gracia singular. Así como un lunar piloso no escoge habitación humana con reparos de físico, credo o rango económico, de igual manera esta rara manía de comer mirando al cielo desatendía preferencias de toda índole. Lector, quizás algún ancestro tuyo pudo haber sido un Comensal de las Mesas del Cielo. Tal vez cuando te abstraes observando las nubes una tarde veraniega, sin que lo sepas, estás evocando aquella par- ticularidad de tus antepasados.
Y digo que pudo haber sido, porque estos hombres y su excéntrica costumbre desaparecieron. Así como ya no existe la institución de los hombres que arreglaban rivalidades a punta de duelos de honor, tampoco existen ahora los hombres que comían con los ojos vueltos al cielo. No se sabe cuándo se extinguieron o dejaron de practicar su misterio. Tal vez fueron exterminados. No se sabe. Quizás los hay todavía y se han visto obligados a recurrir a tácti- cas más secretas para comer a su modo sin herir susceptibilidades ajenas. Como el tiempo engulle todo, un cronista ignoto conservó en un manuscrito a lápiz breve noticia de estos hombres. El papel está muy ajado, a punto de deshacerse. La letra aparece casi borra- da y difícilmente se puede leer. He hecho cuanto he podido por transcribir el escaso párrafo en que el periodista hizo la anotación y le he agregado elementos de forma que el lenguaje hace posible. He respetado el contenido de la anécdota sin emitir juicio moral alguno. No es esta la tarea del escritor.




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Del príncipe Ahmed y la carne de las perdices


I.

SUENA A APOSTASÍA PALACIEGA PERO NO ME GUSTA LA carne de las perdices. En cambio, me enloquece la carne de los jóvenes, especialmente la de Alí, el jefe de cazadores. Aunque generaciones sinfín hayan refinado en mi linaje el aprecio por la carne de las perdices y en general por la blanca carne de las aves finas, fuerte es mi asco. Los cocineros la maceran y la adoban con toda la destreza de su arte culinario, pero no consiguen que mi olfato no perciba ese ligero olor a peste. Mi organismo lo repele. Este rechazo que a mi padre, el rey Srinagar, se le antoja una blasfemia, me ha convertido en un espécimen raro en la corte.
–¡Al príncipe Ahmed no le gusta la carne de las perdices! –se murmura.
En las opulentas comidas reales me distingo por observar una dieta frugal basada en vegetales.
–¡El príncipe Ahmed come como un pajarillo! Ah, si supieran mi apetito.


II.

–¿Lo hice bien, príncipe?

–Muy bien, Itimad. Estás perfeccionando tu actuación. Ese es el ardor que necesito. Así es Alí, fogoso. veo que has estudiado sus ademanes.
–He hecho como usted me ha ordenado, príncipe.

–Se nota. Ahora quitémonos los disfraces, no venga mi padre y nos descubra. Guarda todo esto en la recámara. Perfecto. Quiero que me acompañes al Jardín de los Ciruelos. Haré una oración ante la estela del dios. Aprovecharé para observar la nueva varie- dad de peces policromos que adornan los estanques.


III.

Le sigo el juego al príncipe. A escondidas en su cámara le gusta disfrazarse de Perdiz Real. Me pide que me disfrace de jefe de cazadores. Una vez hecho esto, me pide que lo cace. Entonces corre por la habitación imitando el aspaviento del ave amenazada. Se ve tan grotesco. Debo perseguirlo. Escojo del carcaj una flecha inofensiva. Le disparo. El príncipe cae abatido. Yo debo tomarlo en mis brazos y depositarlo en el lecho. Entonces el príncipe recobra el sentido y, atrayéndome hacia sí, en un apasionado abrazo, exclama:
–¡Alí! ¡Alí! ¡Me matas!


IV.

Dadivoso dios de los bosques, aliento y sostén de los árboles y las bestias, trae a Alí a mis brazos. Haz siquiera que responda a mis miradas, a mis súplicas mudas, a mis halagos y presentes. Furioso, ha devuelto los obsequios que le envío con Itimad. ¿Por qué es así? Dame fuerzas para acercarme a su cabaña, para hablarle, para rogarle que me deje sentir su respiración, tocar su piel. Si pudiera pescar con él en el río, su pasatiempo favorito. Si aceptara venir conmigo al Jardín de los Ciruelos. Su sola compañía me haría feliz. Pero prefiere la vida gregaria, los placeres adocenados. Ah cómo anhelo sentir junto a él la brisa entre las ramas, la fragancia de los ciruelos, el susurro de los peces en las aguas. O al menos sentir en mi cara el calor de su voz francota y alicorada cuando festeja en la taberna con sus amigotes. Qué embriaguez cuando he estado cerca de él. El olor de su cuerpo me arrebata. Asisto a las batidas de caza solo para verlo, para oírlo, para olerlo. Quisiera ser perdiz, liebre, gama, y que él me cazara con ese ímpetu, que me asaeteara, que me derribara y me tomara en sus brazos. Es tan joven, tan bello, tan aguerrido. Dadivoso dios, tráelo a mí.


V.

–¿Qué nuevas se tienen de Alí, Itimad?

–Ninguna, príncipe. Se ha barrido el río sin resultado.

–Entonces, ¿se ahogó?

–Es lo más seguro. Hallamos su barca. De él, ni rastro. van tres días de búsqueda. El rey Srinagar ha ordenado desistir.
–¡Alí! ¿Por qué? ¿Por qué?


VI.

Echado en la cama lloro con la cara hundida en tus calzoncillos sucios. Entré subrepticiamente en tu cabaña y el turbio deseo me dictó apoderarme de éstos entre el conjunto de tus escasas per- tenencias. Tus calzoncillos, Alí. No me tentó tu sombrero, ni tu cornetín, ni siquiera tu escopeta. Me atrajo tu ropa sudada tirada de cualquier modo en una silla al pie de tu camastro. Y me extasié en ese goce furtivo. Y el éxtasis se esparció hasta el último de mis poros. Tus calzoncillos sucios, Alí. Ansiosamente, en loco rapto, aspiré a través del género el sudor reseco de tu perineo. Y me embriagué, Alí. Y mantuve tus puercos calzoncillos pegados a mis narices. Y entrecerré los ojos y soñé y era de nuevo perdiz real y me perseguías, me cazabas, me tomabas. Y yo entregaba el aliento en tus brazos, Alí. Era tu presa. Y me desgarrabas. Dientes, uñas, me desgarrabas. Eras tú, no el tonto de Itimad, quien, en el fondo, se burla de mí. Estúpido Itimad de carne desabrida. Eras tú, Alí, fogoso Alí, cazándome, desgarrándome, como imploré a la estela del dios en el Jardín de los Ciruelos. Cubierto de lodo estarás pudriéndote en el fondo del río. Alí, me dejaste con el hambre de tu carne. Tu carne Alí, donde el frugal Ahmed quiso hartarse. Ahora te estarán comiendo los peces. Afortunados peces. Todos los cuer- pos hermosos que disfruté no compensan el vacío de tu pérdida. Hermosos cuerpos de donceles abisinios, griegos y romanos. Qué de caricias y desmayos. Pero en medio del clímax solo había una imagen, un nombre: Alí. De modo que todos fueron simples sucedáneos. Y ahora los peces comen tu carne, negada al príncipe. Orgulloso Alí, te maldigo, te bendigo, te maldigo. Pude elevarte a las más caras dignidades de la corte, pude hacerte el ser más fe- liz y tú pudiste hacerme igual merced. Orgulloso. Lloro. Huelo la mugre de tus calzoncillos sudados y lloro y envidio a los peces que banquetean tu carne de dios.


VII.

Poco tiempo después de la muerte del jefe de cazadores el príncipe Ahmed murió ahogado en el río.


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Hernando González Rodríguez: Poeta y narrador. Vive en Medellín.

lunes, 4 de enero de 2010

NATURALEZA MUERTA CON RASPUTÍN. Un cuento de Liderman Vásquez.

NATURALEZA MUERTA CON RASPUTÍN


Ese día fui al centro desde muy temprano a comprar unas cañas para el clarinete y me entretuve conversando con unos amigos. La plática estaba interesante pues un señor de Envigado contó varías historias de la época de La Catedral, la cárcel que el gobierno construyó por encargo de Pablo Escobar. Eran historias inéditas, amenas, y se veía que el señor las contaba con frecuencia. Iba a preguntarle si había conocido a Leo Cañas, un muchacho que escribía poemas, asesinado por los alrededores de La Catedral, pero en ese momento pasó una mujer con minifalda y alguien hizo un comentario morboso y el señor empató con otra historia sobre la mujer que le conseguía sardinas al capo.
Como a las doce me despedí. Cogí la buseta de Santra en el cuadradero que hay frente a la iglesia San José, me senté en uno de los puestos de la mitad, en la ventanilla, y a mi lado se sentó una mujer. En el tiempo que la buseta estuvo cuadrada frente a la iglesia, un vendedor de cepillos de dientes echó un discurso sobre la higiene bucal, hizo una demostración de cómo se debían cepillar los dientes y de lo importante que era el uso de la seda dental. Dijo que por ser una campaña de salud cada cepillo, más veinte metros de seda dental, tenía un costo de novecientos cincuenta pesos, novecientos cincuenta pesos, decía, que no hacen rico ni pobre a nadie, que apenas si alcanzan para comprar confites, golosina para la caries. Este mismo cepillo, en un almacén de cadena o en una farmacia, concluyó, no lo consiguen por menos de ocho mil pesos. Vendió un cepillo de cerdas redondeadas y se bajó maldiciendo a los pasajeros, que no apoyan el trabajo decente. Antes de que la buseta arrancara se montó un niño vendiendo confites a cien pesos la unidad, tres por doscientos, seis por quinientos y doce por mil. No vendió ni uno. Contrario al hombre, el niño no maldijo a nadie. Mientras esperaba que le abrieran la puerta, estuvo entretenido con un Hombre Araña, que, sostenido entre el pulgar y el índice, movía en todas direcciones delante de sus ojos. En el cuadradero del parque Berrío la buseta quedó totalmente llena.
Mi compañera de viaje hablaba por celular. Decía, “… mi amor, tú sabes que yo te quiero, deja esos pensamientos, esas dudas… Sí…Tranquilo… Estoy en el parque Berrío… Cómo se te ocurre… En la buseta… No… Está bien, en veinte minutos nos vemos…Ah… Amor…”. Deduje que el hombre era celoso. Miré de reojo a la mujer, de boca grande y labios carnosos que, en ese momento, exhaló y dijo dirigiéndose a mí “que bochorno”. Yo estuve de acuerdo con ella y, por no quedarme callado, dije que lo más probable era que lloviera en la tarde. La mujer dijo “y este tipo que no arranca, nos vamos a asar”. Las dos ancianas que iban en el puesto de enseguida recordaban sus años de juventud cuando trabajaban en un colegio de Manrique. “… te acuerdas de Celmira, la que enseñaba biología, esa que era toda alta y como creída, la que decían que era moza del rector”. La otra dijo que no, “no alcancé a conocerla, recuerda que yo me trasladé cuando la de biología era todavía Cecilia”.
La buseta arrancó y mi compañera de viaje dijo “siquiera”. Esta vez sólo me limité a mover las cejas y a mirar por la ventanilla. En los puestos de adelante se armó cierto revuelo porque un hombre, con dos maletines enormes terciados a ambos lados, repartía unas cajas. Iba de puesto en puesto diciendo queridos pasajeros, es sin compromiso, observen bien el producto, lean la información que está en español. La que está en alemán es para los alemanes, la que está en francés para los franceses y la que está en portugués para los portugueses. Como pueden ver es un producto que ha tenido acogida en todo el mundo. La felicidad al alcance de todas, decía. Se acabaron los días en que para tener un consolador de buena calidad había que desembolsar hasta doscientos mil pesos, ahora, con sólo tres mil pesitos, que no hacen rico ni pobre a nadie, puedes tener uno de tamaño mediano, y el súper, un Rasputín, el famoso filántropo venido desde Siberia a traer felicidad a mis damas, por sólo cinco mil. Una vez repartidos, el hombre se instalo cerca a la registradora y destapó una caja. Este es el de tres mil, miren el grosor, el tamaño, lo bien que imita la piel humana. Hay blancos, negros, morenos, color cetrina, amarillos, cobrizos. Y este, la novedad, sólo cinco mil pesos, lo que vale un almuerzo ejecutivo pero que a ti, mujer, te calma, por muchas veces, ese otro tipo de hambre, muy común en las grandes ciudades, en el mundo moderno. Por supuesto que son pirateados, se dejan leer como los libros, que, si los tratas bien, no se deshojan. Los esposos pueden llevarle a su pareja nuestra novedad y el resultado será una mujer más hacendosa, más cariñosa. ¡Cuántos matrimonios no han resuelto sus problemas comprando nuestro producto! Mi compañera les puede dar testimonio de lo bueno que son. En efecto, una mujer como de veinte años tomó la palabra y dijo que recomendaba los dos, se pueden alternar, dijo, con los dos me he sentido súper bien, además, una no es igual todos los días, está en nuestra naturaleza, nos gusta lo salvaje, lo desconocido, nos gusta lo tierno, lo frágil. Así somos. A cambio del enorme placer, y de la estabilidad que llevan al hogar, es un verdadero regalo. Casi todos los pasajeros compraron. La mujer que iba a mi lado logró que le dejaran un par de Rasputines por ocho mil pesos y alguien de los puestos de atrás gritó “agalluda”. Las dos ancianas que iban en los puestos de enseguida se quedaron cada una con un Rasputín. Una colegiala de los puestos de adelante sólo tenía dos mil pesos: “Está bien mi amor —dijo el hombre— yo también fui estudiante y sé que la característica del estudiante es la peladez, que lo disfrutes, mi reina”, y le dejó un Rasputín. “Oiga, espere, —llamó un señor de los puestos de la mitad— deme el parcito, son para mi hija, el esposo es policía y siempre tiene turno de noche”. Con mucho gusto caballero, eso es lo que se llama ser un buen padre. Los maletines quedaron casi vacíos. El hombre tocó el timbre y dijo que Dios y la Virgen los acompañen, paz para todos. La puerta se abrió y se apearon en el puente peatonal de Suramericana.
Más adelante se montó un muchacho delgado, pálido, con ropas gastadas pero limpias, vendiendo poemas escritos por él mismo en largas y angustiosas noches de insomnio, mis poemas, decía, hablan de la soledad, del amor, de la muerte, los eternos temas de la poesía, y están en la línea de los poetas malditos. Mi influencia más directa es Baudelaire, el poeta francés, autor de “Las flores del mal”. Cada plegable contiene cuatro poemas con temáticas diferentes y tienen un costo de dos mil pesos. Con este dinero sobrevivo, es decir, pago arriendo, comida, compro papel, tinta, y pago las fotocopias de los plegables. He desterrado de mi vida la práctica de la bohemia, tan necesaria en la vida de los poetas. Me limito a sobrevivir. A dos mil pesos los plegables. El muchacho iba de puesto en puesto y la gente le hacía mala cara, una de las ancianas que compró el Rasputín le torció los ojos con verdadera rabia. “Haragán degenerado” dijo entre dientes. La colegiala de los dos mil pesos se recostó lo más que pudo contra su compañera, una señora como de cuarenta años que también había comprado su Rasputín, para evitar que el muchacho la rozara. Era como si tuviera lepra. A dos mil, iba repitiendo el muchacho, siempre cae bien una dosis de malditismo. Mi compañera de viaje, la agalluda, lo miraba con verdadera inquina y movía la cabeza de un lado a otro como queriendo expresar lo inaudito de la situación. Mientras tanto una sensación de zozobra se iba apoderando de mí a medida que el muchacho recogía los plegables que nadie compraba, algo parecido a lo que llaman vergüenza ajena. Sin pensarlo dos veces le di un billete de cinco mil y le dije que se quedara con la devuelta. El poeta agradeció mi colaboración y dijo que gestos como el mío lo motivaban a seguir adelante dando testimonio de sus abismos interiores. El malditismo está aquí, dijo, y se tocó el frágil pecho. Pude haber nacido en la riqueza y sentir la misma quemazón. Se apeo por los lados del colegio San Ignacio y atravesó la Setenta quizá en busca de un almuerzo ejecutivo de cuatro mil pesos, un tinto y un cigarrillo barato. Un hombre le gritó desde la ventanilla que dejara de ser descarado y se consiguiera un trabajo, que se pusiera a vender consoladores, o confites. La anciana del Rasputín le gritó estafador, timador, haragán y me miró con verdadero odio. “Y claro, como hay gente que los alcahuetea”, dijo, fulminándome con su mirada. “Alcahueta”, gritó la misma voz desde los puestos de atrás. La hostilidad fue aumentando y tuve que bajarme como diez cuadras antes. Recuerdo que al pedirle permiso, mi vecina, la agalluda, estiró el cuello, y en la zona comprendida entre la nariz y la boca, se dibujo un mohín de desprecio. Poco faltó para que me escupiera.
Leí uno de los poemas. Hablaba de muchachas que florecen en las tardes y al caer el sol se marchitan y miran, acodadas en sus ventanas, el crepúsculo triste. Doblé la hoja y la guardé en el bolsillo de la camisa. Mientras andaba me acordé de Leo, el muchacho que escribía poemas y que fue encontrado, baleado, por los lados de La Catedral.




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Liderman Vásquez. Poeta y cuentista. Autor de: Anáfora del agua (libro de poemas publicado en este blog en octubre de 2008).