lunes, 17 de septiembre de 2007

TEXTOS DE CARLOS PATIÑO MILLÁN



Un muerto, río Magdalena

Muerto. Aun respiro. Me abrazo a mí mismo pues soy lo único que me queda. Un río sí, pero las incesantes olas del mar golpean mi mano izquierda que flota y se entierra y flota.



Esto quizás no parezca tan exacto

Aunque sé que nadie me aguarda, apuro el paso para llegar a casa. Volver a la calle, ir al encuentro de nadie. ¡Buenos días!; ni Juan ni José. El agua se derrama a mediodía. Un hombre, a mi lado, retiene a una mujer con zalamerías; basta la lluvia.

¡El trabajo debe estar listo mañana! ¡Luz roja, detén el paso! ¡Suena, de nuevo, el teléfono!
La vida que presencio, la tarde que bosteza en cualquier parque. Dios elige bien a sus hijos: un hombre, robado cuando niño, lee el periódico del día mientras yo fumo un cigarrillo. La inmensa historia personal y el reloj de la plaza que dice que es hora de ir a casa.



Un ebrio irrumpe en un banquete de mujeres

Tenía el ojo derecho dormido. Al verlo, de nuevo el horror. Los dedos crispados. ¿Qué va a ser de mí? La había atado, alguna vez, a las patas de su cama. La tez, sin cicatrices. Él es, sí. ¿Qué hace aquí? Se arrastró por el piso del cuarto, como pudo. La pateó: ¿a dónde crees que vas? Petrificada. Sí, él es. El miedo está escrito en aguas negras.

Expiar la culpa. Pagarle el gallo a Asclepio. Humillarse. Dios consigue que todo padre enseñe a su hijo la virtud. Cuerpo irrelevante, herido. Pintarse el rostro de la moribunda, identificando al verdugo. La última vez que te vi: ¡escúchame ahora, maldito! El hombre abrió uno de los ojos, se dio vuelta y volvió a quedarse profundamente dormido.



El hombre que abrazaba su sombra

Ya que puedo gritar, lo haré. Y lo hizo en plena calle, tarde de julio, flores sobre su diminuta testa. Repetía nombres de familiares muertos, la suerte de aquella vecina que no había regresado a casa, las especies de los árboles dispersos en medio del verde. El hombre amaba su sombra y ésta parecía responderle; él sobre ella, amantes públicos.

Esa enfermedad, una nueva. Necesidad de gritar, a todo pulmón, títulos de canciones, números de lotería, rabias, noticias, quejas; gratuita diversión para la gente de a pie.

No volví a ver a ese hombre. Esa tarde ya no existe. Las sombras y los caminantes van cada uno por su lado.




6. 1, escala de Richter

Todavía no soy eso pero por aquí y por allá y por aquí y por allá...

Hija de mi madre le pregunta qué hace ella a todas horas con su padre.




Una reconstrucción de los hechos

Adentro de ella, nada vi en el comienzo, tan profunda la oscuridad. A pesar de mí, no parecía inquieta en modo alguno.
Los gritos de dolor del animal, los pecados cometidos; estoy vivo. La sangre, voluntad creadora; si pudiera verte otra vez...

Pague la hora completa, dijo la muchacha.



Así el sexo no tiene gracia

Eres el vestido que te esconde. Mis pocas primeras palabras caen todas al suelo. Tú y yo, nada todavía. Surgidas de lo oscuro, nuestras sombras van buscándose y aferrándose una a otra.

Ningún otro cielo, tu enorme cuerpo vacío se encarga de no dejarme ver la luz de la mañana.



Felices juntos

Matorral, no hay. Cortas y arrojas tus vellos a la ancha corriente del río. Pocos muebles en nuestro pequeño apartamento. Nada llama la atención del sol visitante. A veces el genio se oscurece e inventamos lo inventado: allá tus libros y discos; improvisado estante.

Día de limpieza, no pises el suelo; sírvete todo, aquí no hay perro.

Del ritual del baño regresa una adolescente. Tu capullo huele a jabón de tocador.




Poeta desnudo, sin máscara

Enloquece el poeta en su lengua o en cualquier otra. Donde hay un animal esquivo, él huele un rival. Donde cuelga un espejo, otro rival. Donde los demás mortales vemos una playa, él ve rivales, ridículamente ataviados. Tiene el poeta enemigos en todas partes; está solo y quién sabe si su Dios lo acompañe en esta última aventura.

Para el poeta, el idioma ha dejado de existir por más que remede demonios que vomitan signos. Tú que ya no puedes, quítate la máscara, deja de confundir incautos; así que me desnudo, para nadie más visible.

El verso que les quedo debiendo, la ropa que ojalá alguien luzca; el amor, entonces dime para qué; la razón, no me digas nada.




Aparece la dama de la sábana blanca

Los amantes: invención de una lengua. Es preciso huir a lugares solitarios, cerrados; metro y medio bastará para que se ejerciten en las inflexiones. Del despertar al sueño, las ocupaciones son una sola: suprimir toda posibilidad de luz exterior. El futuro aparece antes de que yo haya escrito la palabra presente; ¡descansar, no!; ya habrá tiempo.

No hubo tiempo. Pálida mano mía sobre tu corazón inerte. Entretanto hay hedor a... Basta, no lo escribas.




Mi dulce abuela llora por todos

Ha llegado el invierno. Los mustios huesos de Clemencia no parecen demasiado entusiasmados con la noticia: bajo el sol del verano, un pájaro viene a picotearla y a ella eso le gusta.

Una cicatriz en el muslo

Me doy vuelta, ebrios giramos. Tráeme agua, lávame los pies cansados de tanto baile. Con la mano derecha te impido hablar, con la otra te traigo hacia mí; no, la cama. Reímos.

Quién sabe dónde, vagando. Una taberna vecina, viejas canciones. Traes agua, fría y caliente. Con la mano izquierda te arrojo al lecho, con la otra te callo. No hablo. No ríes.

Consideremos la mañana siguiente. Es probable que uno de los dos, al levantarse, haya bebido un poco de agua; quizás, en su huída, haya cruzado un río. Destino del otro, aguas broncas de la inundación, furiosas de miembros arrancados de tajo.




Un falso Picasso

Bajo la tela, otra, distinta. No la calle de Málaga que pintó el niño que nació muerto: aquí unos gentiles inician extraña danza. La cabeza de una mujer rueda por el piso. Risas patean la mata de pelos hasta la esquina del salón.

Mañana, ella recordará, lejos: cuando comenzó mi vida adulta lo único que deseaba era ser amada, música de fiesta, manos de hombres invitándome a bailar.



Rara vez son mudos los ríos

Aquello se podía oír desde aquí. No pude dormir esa noche. Media hora o una, tal vez más. Distinguí voces de hombres, una mujer. Todas sus partes visibles. El perro se dio cuenta de que había cuerpos flotando.

El río espeso, no callado.



Sabanas de Córdoba

Ocultar el sexo de la mujer; ocultar el pene, flácido en éste, allá erecto. Cubrir senos; la tierra encima, vestido permanente. No son cuerpos, cosas, nada.

Enterrados, los muertos vivos estremecen la sabana aun horas después de la desbandada de los asesinos.


***

Carlos Patiño Millán (Colombia, 1961): Vive en Cali, Colombia. Ha publicado los siguientes libros: Canciones de los días líquidos (Poesía, Ediciones Radio Utopía, 1992); Tocando las puertas del cielo (Cuentos, Comisión para la Cultura del Consejo de Medellín, 1996); El jardín de los niños (Poesía, Imprenta Departamental del Valle del Cauca, 1998); La tierra vista desde la luna (Poesía, Editorial Universidad de Antioquia, 1999); Más canciones de amor, odio y perros (Poesía, Ediciones Radio Utopía, 2000); El día en que le volé un dedo a David Gilmour (Prosas, Ediciones Radio Utopía, 2001); Estaba en llamas cuando me acosté (Poesía, Universidad del Valle, Secretaria de Cultura y Turismo del municipio de Cali, 2002). Inclínate ante la madera y la piedra (cuentos, Programa editorial Universidad del Valle, 2006)