viernes, 27 de junio de 2008

LA NOCHE DE JAIME SAENZ . Fragmentos.








La Noche


1

Extrañamente la noche en la ciudad, la noche doméstica, la noche oscura:
la noche que se cierne sobre el mundo: la noche que se duerme y que se sueña, y que se muere; la noche que se mira,
no tiene que ver con la noche.
Pues la noche sólo da en la realidad verdadera, y no todos lo perciben.
Es un relámpago providencial que te sacude, y que, en el instante preciso, te señala un espacio en el mundo:
un espacio, uno solo;
para habitar, para estar, para morir -y tal espacio de tu cuerpo.

2

Pues existe un mandato, que tú deberías cumplir,
en homenaje a la realidad de la noche, que es la tuya propia;
aun a costa de renunciamientos imposibles, y de interminables tormentos,
deberás decir adiós y recogerte al espacio de tu cuerpo.
Y deberás hacerlo sin importar el escarnio y la condena de un mundo amable y sensato.
Es de advertir que miles de miles de mortales se recogen tranquilamente al espacio de sus respectivos cuerpos,
día tras día y quieras que no, al toque de rutilantes trompetas, y en medio de lágrimas y lamentos;
pues en realidad recogerse al espacio del cuerpo es morir.
Pero aquí no se trata de morir.
Aquí se trata de cumplir el mandato; y por idéntica razón, habrá que vivir.
Y tan es así, que no se podrá cumplir el mandato, sino a condición de recogerse al espacio del cuerpo, con el deliberado propósito de vivir.
Lo cierto es que aquel que acomete tan alta aventura no hace otra cosa que ocultarse de la muerte,
para vislumbrar así la manera de ser de la muerte.

4.

¿Qué es la noche? – uno se pregunta hoy y siempre.
La noche, es una revelación no revelada.
Acaso un muerto poderoso y tenaz,
quizá un cuerpo perdido en la propia noche.
En realidad, una hondura, un espacio inimaginable.
Una entidad tenebrosa y sutil, tal vez parecida al cuerpo que te habita,
y que sin duda oculta muchas claves de la noche.


* * *

Cuando pienso en el misterio de la noche, imagino el misterio de tu cuerpo,
que es sólo una manera de ser de la noche;
yo sé de verdad que el cuerpo que te habita no es sino la oscuridad de tu cuerpo;
y tal oscuridad se difunde bajo el signo de la noche.
En las infinitas concavidades de tu cuerpo, existen infinitos reinos de oscuridad;
y esto es algo que llama a la meditación.
Este cuerpo, cerrado, secreto y prohibido; este cuerpo, ajeno y temible,
y jamás adivinado, ni presentido.
Y es como un resplandor, o como una sombra:
sólo se deja sentir desde lejos o en lo recóndito, y con una soledad excesiva, que no te pertenece a ti.
Y sólo se deja sentir con un pálpito, con una temperatura, y con un dolor que no te pertenece a ti.
Si algo me sobrecoge, es la imagen que me imagina, en la distancia;
se escucha una respiración en mis adentros. El cuerpo respira en mis adentros.
La oscuridad me preocupa –la noche del cuerpo me preocupa.
El cuerpo de la noche y la muerte del cuerpo, son cosas que me preocupan.

* * *

Y yo me pregunto:
¿Qué es tu cuerpo? Yo no sé si te has preguntado alguna vez qué es tu cuerpo.
Es un trance grave y difícil.
Yo me he acercado una vez a mi cuerpo;
y habiendo comprendido que jamás lo había visto, aunque lo llevaba a cuestas,
le he preguntado quién era;
y una voz, en el silencio, me ha dicho:
Yo soy el cuerpo que te habita, y estoy aquí, en las oscuridades, y te duelo, y te vivo, y te muero.
Pero no soy tu cuerpo. Yo soy la noche.

***


6.

Nadie podrá acercarse a la noche y acometer la tarea de conocerla,
sin antes haberse sumergido en los horrores del alcohol.
El alcohol, en efecto, abre la puerta de la noche; la noche es un recinto hermético y secreto,
que se hunde en lo hondo de los mundos,
y no se podrá mirar en sus adentros, sino por la vía del terror y del espanto.
Además, existen ciertas afinidades con lo oscuro; y quien no las tiene, jamás podrá acercarse a la noche.
Tales afinidades prosperan bajo un signo que podría parecer inconsistente al no iniciado;
pero este signo es ya de por sí indicativo, y lo constituye un extraño y permanente temor de caer en el camino.
De ahí que el iniciado en los secretos de la noche, camine siempre con cautela,
como si de súbito hubiera enceguecido, o hubiera perdido la noción del espacio.
Y es éste en realidad un caminar en las tinieblas
—es de hecho un caminar en el seno de la noche.
Pues el iniciado habrá perdido la luz para siempre,
aunque, por otra parte, podrá encontrarla el momento que lo desee,
dispuesto como está a pagar el alto precio que se le exige.
Pues para el hombre que mora en la noche; para aquel que se ha adentrado en la noche y conoce las profundidades de la noche,
el alcohol es la luz.
El que su cuerpo se vuelva transparente, y el que esta transparencia le permita mirar el otro lado de la noche,
es obra exclusiva del alcohol.


***


Jaime Sáenz
Poeta y narrador boliviano nacido en La Paz. Escritor rebelde, marginado, no es sólo uno de los pocos enfants terribles de las letras bolivianas, sino que es parte integrante de una vida que asumió la escritura con vocación monástica. Entre sus obras destacan, El escalpelo (1955), Aniversario de una visión (1960), Visitante profundo (1964), Muerte por el tacto (1967), Recorrer esta distancia (1973), Bruckner. Las tinieblas (1978), Imágenes pacenhas (1979), Al pasar un cometa (1982), La noche (1984), Los cuartos (1985), La piedra imán (1989) y Los papeles de Narciso Lima Acha (1991), éstas dos póstumas. El impacto del alcohol en su vida está ampliamente explorado en quizá sus dos libros más importantes, el poemario La noche (1984) y la novela Felipe Delgado (1989). A partir de la década de los sesenta Saenz no volvió a beber hasta poco antes de su muerte en 1986. La ciudad de La Paz fue su espacio vital y el permanente trasfondo de su obra.

lunes, 23 de junio de 2008

HENRY MILLER: ¿MUERTE AL SEXO? Por Raúl Henao


“Cuando se pronuncia la palabra sexo delante de mi tengo deseos de agarrar un revolver para defenderme y gritar: ¡Muerte al sexo! No es que quiera en realidad su muerte, pero sí la de las discusiones que le conciernen, estoy harto de ellas”

Henry Miller a G. Belmont en Conversaciones en Paris (1)

***

A partir de estas palabras de Henry Miller, el conocido (y siempre desconocido) escritor norteamericano, es posible encarar las verdaderas dimensiones que cobra el tema sexual a lo largo y ancho de su vasta obra autobiográfica. Antes que todo es preciso señalar una marcada diferencia con respecto a la actitud adoptada frente al sexo por D.H. Lawrence, con quien sin embargo comparte numerosas afinidades y correspondencias como pueden verificarlo aquellos que alguna vez afronten la lectura de ese ensayo temprano llamado El Mundo de Lawrence sobre el que significativamente Miller volvería poco antes de su muerte. Mientras Lawrence parte de una actitud de rechazo total de la “sexualidad moderna” que para él no es más que “una cuestión de nervios, una reacción exangüe y helada”, Miller ha querido partir de una comprensión sin límites y trabas de la miserable condición del hombre actual: sabe que el sexo y todo cuanto a el se refiere no es sino el menor de los males contemporáneos por así decirlo. En un mundo que se caracteriza por la entronización de la incomunicación y el conflicto en todos los campos de la actividad humana… En un mundo cada vez más abismado en el culto sangriento del hambre, la guerra, la usura y el odio a todos los niveles y en todas las situaciones…En un mundo que se debate entre el feroz, descarnado individualismo, herencia de un estadio social ya superado; y por otra parte, el arrasamiento completo de la persona, de la diferencia y la diversidad en el orden natural de los seres y las cosas preconizado por los mercaderes de la muerte de un continente a otro (2)… La unión o relación sexual, por imperfecta que sea, constituye la forma elemental, la única forma posible de comunicación al alcance del hombre moderno. Henry Miller se permite recordarnos que inevitablemente “cuando el hombre no vive una vida rica y plena se cae en la sexualidad” ya que el sexo es finalmente el “great conforter” de los desesperados y marginados de todas las épocas… “la ópera de los pobres” expresión mefistofélica que en su momento acuñaría M. de Talleyrand…

De nada sirve cerrar los ojos ante el hecho consumado. A Miller nada parece asustarlo, nada consigue escandalizarlo, nada despierta en él un gesto de disgusto, rechazo o incomprensión. ¿Es extraño pues, que un escritor que ha tenido tanto que decirnos sobre el hombre de nuestros días apenas si figure en la lista de los novelistas norteamericanos de actualidad? No, sin duda, si tenemos en cuenta que la respetable crítica oficial norteamericana representa en su generalidad los intereses de ese orden oscurantista del mundo atrás descrito, prefiriendo en consecuencia desatender esta obra de vitalidad e importancia poco comunes. Miller no merecerá jamás el premio Nobel, ni ningún otro premio, como sus compatriotas Hemingway, Saul Bellow o Truman Capote que frente a él son de una trascendencia menor. El silencio que durante buena parte de su vida rodeará a Miller, no obedecerá sino al incómodo hecho de que él ha osado poner el dedo en la llaga de uno de los tabúes mas arraigados de la cultura occidental cuyos efectos tiránicos se niegan a desaparecer aún en el seno de la liberal y permisiva sociedad norteamericana. Como lo anota el propio Miller es significativo que en los medios de comunicación más reacios a la censura de cualquier especie se prefiera alentar una interminable charla vacía sobre las manifestaciones extremas de la sexualidad tales como el sadismo o el masoquismo, que en sí mismas no son otra cosa que formas degradadas y desgraciadas de comunión entre los hombres; antes que aceptar la libre expresión natural de la sexualidad. Es claro que el mundo moderno sigue estando, a pesar de las protestas al respecto, más cerca de Sade o Masoch que de Rebelais, Whitman o Aretino (3).

Así resulta del todo dramático para el lector de la obra de Miller llegar a esas páginas centrales de la Correspondencia privada con el escritor inglés Lawrence Durrell, autor del famoso Cuarteto de Alejandría , y verificar cuántos escrúpulos o inhibiciones frente al tema tratado abrigan aún las mejores mentes contemporáneas. El desafortunado incidente se presenta una vez que Miller envía a Durrell copia del original de Sexus, primer volumen de La Crucifixión Rosada . De pronto, Durrell pierde el hilo de lo que lee. No alcanza a comprender que ha pasado con el gran escritor de los Trópicos… No, hasta ese punto no se atreve a seguirlo. No puede soportar esas “simples explosiones de sexualidad”(…) Ese diluvio de sangre de estercolero (…) que hace que uno ponga la cara de asco” . Esa obra que parece escrita por una encarnación norteamericana del doctor Jekyll y Hide. En fin, se apresura a telegrafiar a Miller pidiéndole que no destruya su brillante reputación literaria publicando semejante bodrio ininteligible. Ese incidente que pudo haber causado una ruptura definitiva entre los dos escritores, no trasciende gracias a la magnanimidad, y al buen humor de que hace gala Miller… Este le recuerda a su amigo que ya anteriormente lo había puesto sobre aviso acerca de la naturaleza inquietante de su última obra: “tal vez lo que estoy dando a luz es un monstruo”. Después pasa a explicarle por qué no hay motivos para alarmarse: “A veces pienso que tú, Larry, no supiste nunca lo que es vivir en nuestra época moderna de asfalto y productos químicos, crecer en la calle, hablar el lenguaje del voyour”. Es decir, que ese libro ha sido escrito de pasta a pasta, sólo por “un muchacho de Brooklin”, alguien nacido y crecido precisamente en mitad de uno de los mayores estercoleros del planeta. Lo que le reprocha Durrell, la obscenidad trivial y prosaica de ciertos pasajes, es algo que se ha esforzado en conseguir deliberadamente… El ha querido transmitirle al lector un retrato fiel de “esa vida de insensata actividad que no tiene ningún asidero real” propia de las grandes ciudades. Por otra parte quiere que “este libro contenga “rastros de vida” (empleando palabras de Goethe) que sea de buen gusto, moral o inmoral, literatura o documento, creación o fiasco, no tiene la menor importancia”.

Y aquí llegamos al corazón de la obra de Miller (¡corazón! algo que él ponía por encima de la misma inteligencia) donde la obscenidad cumple el papel de incentivo o es apenas un recurso técnico para llevar al lector al reconocimiento maravilloso de la “vitalidad” que alienta tras de cada nuevo día. Su propósito manifiesto es golpear, despertar, introducir una sensación de realidad indescriptible; algo parecido a lo que representa para el cristianismo primitivo el uso del milagro en el camino a su verdad; algo que utiliza el adepto Zen cuando no vacila en emplear actos insólitos o sacrílegos para llevar a su seguidor a ese estado de iluminación y éxtasis cotidiano que le permite alcanzar un conocimiento íntimo o vivencia del insondable universo que nos rodea (4). Finalmente comprendemos porqué esta extraordinaria trilogía por título La crucifixión rosada: el dolor de toda una vida resulta al cabo una broma ligera. Ya no hay lugar para complacerse en el sufrimiento, la nostalgia o la melancolía, cuando se ha logrado acceder a esa “realidad” intoxicada del mundo… El calvario de la vida humana se ha convertido en una regocijante danza al unísono con el cielo estrellado… El tiempo de los asesinos se ha trocado en la eternidad que puede vislumbrarse en una brizna de hierba, en la cabeza de un alfiler o en un cabello partido a la mitad. En esa misma Correspondencia Privada, Henry Miller nos cuenta como mientras se embarcaba en la reelectura de su trilogía no dejaba de reír y llorar al mismo tiempo y entonces solía pensar que el mundo entero reía y lloraba con él… ¿Qué otro argumento más hermoso puede hallarse como garantía del valor de una obra escrita? Esto me lleva a preguntarme finalmente sobre el lugar que ocupa el amor en la obra de Miller para responder a continuación con las palabras de Coventry Patmore, poeta inglés de inspiración mística, que en ella

“el amor se eleva más allá de la esfera del respeto y la adoración a la esfera de la risa y la loca alegría”.


NOTAS



(1). Con sus particulares dotes de visionario Miller se anticipa aquí a Michel Foucault quien, poco antes de su muerte, se propuso realizar la genealogía de la “Ciencia del sexo” donde desenmascara “esa gran configuración de saber que occidente no ha cesado de constituir alrededor del sexo”, “ese gran alboroto alrededor del sexo” que a la postre no es sino una forma sutil de prohibir, censurar y tratar el libre desenvolvimiento y expresión de éste. (Ver su Historia de la Sexualidad. Volumen 1.)

(2). De la misma manera que Lawrence experimenta como “obsceno” únicamente el completo estado de separatividad del hombre y la naturaleza que define la actual sociedad, Miller por su parte encontrará obscenas ciertas formas de violencia colectiva como el genocidio y las guerras. Un concepto profundo que retomará la contracultura norteamericana. Así, uno de sus brillantes teóricos Norman O. Brown, no dice que “la guerra es sexo pervertido” (El cuerpo del Amor. Ed. Sudamericana. Pág. 190).

(3). En lo que a Sade respecta, Georges Bataille se ocupó de mostrarnos en numerosas oportunidades la posición banal e inconsistente de los que se llaman sus admiradores: “no se puede admirar a Sade sin edulcorar su pensamiento”, afirma rotundamente en El Erotísmo. Ed. Sur. Pág. 170, Quiso decir que a Sade había que leerlo (tomarlo) literalmente y no de otra manera.

(4). La experiencia Zen a la que me refiero nada tiene de religiosa (en la acepción occidental de la palabra). Antes que una religión en sentido estricto, el Budismo Zen sería una sabiduría de la vida cuyos lineamientos últimos son el sinsentido y la risa. Sabemos lo cercano que se hallaba H. Miller de esta manera de ver las cosas.