Contra la corriente
Abrió los ojos. Sintió el olor de la agua de panela caliente. Escuchó correr el agua del grifo en la cocina. Imaginó a Rocío con su bata a rayas, inclinada contra el lavadero, con el pelo recogido, sus hombros redondos y sus largas piernas al descubierto. En pocos segundos la oiría diciendo la frase de todas las mañanas: “Conrado, levántese que lo coge el día. Recuerde que si llega tarde lo pueden despedir, y conseguir trabajo ahora es un milagro”.
Sí es el milagro que le permite comprar el mercado, pagar los servicios, cumplir con el arriendo y comprarse sus cigarrillos, aunque para hacerlo tenga que irse caminando hasta la fábrica. Pero ese milagro también se le parece al infierno. El calor reconcentrado por las tejas de zinc y aumentado por las máquinas de lavado de las telas. El dolor en su brazo derecho por el movimiento que repite sin tregua para cepillar el índigo y lograr el efecto de desgaste. Y la sensación de que es igual a uno de los utensilios de la fábrica al que solo miran cuando deja de funcionar.
Se levantó. Cumplió el ritual de cada día: bañarse, desayunar con agua de panela y arepa caliente, empacar el arroz con huevo para el almuerzo, darle un beso a Rocío y salir a la hora de siempre.
Bajó por la desolada calle. Apenas se descorría el fondo azul oscuro de la noche y al mirar hacia el horizonte pudo distinguir el cerro El Picacho. Se le pareció a un señor cómodamente acostado. Miró el reloj y por primera vez en muchos meses no apuró el paso. Era el mismo camino de siempre pero él no era el mismo hombre. “Así es la vida- pensó- uno no es el mismo siempre, aunque lo parezca y haga las mismas cosas”. Y como todos los días levantó la mano para saludar al dueño de la tienda quien, también como todos los días, estaba barriendo la acera.
Sentía el aire fresco en la cara y un primer rayo de sol se proyectó contra la montaña iluminando algunas casas. Imaginó las escenas que en ese mismo momento se estarían cumpliendo en cada una de ellas. Seguramente eran muy semejantes: asearse, buscar el atuendo para el día, desayunar, preparar lo necesario para el trabajo, despedirse de la familia y salir a enfrentar el otro mundo, el de afuera, donde cada uno deberá cumplir su rol. Seguramente en todos habría algo de prisa y las diferencias solo estarían determinadas por el escenario. “Pero no todos sentirán lo mismo”, pensó. Sí, para algunos, el nuevo día sería promesa de goce y libertad y para otros, como él, algo parecido a la muerte. “Cuando uno pierde los sueños, la vida pierde valor y uno se mueve como una marioneta”, reflexionó. Justo en ese momento pasaba por el Jardín Botánico. “Qué rico entrar aquí y quedarme sentado toda la mañana contemplando los árboles, escuchando a los pájaros y leyendo un rato. Pero ese lujo solo se lo pueden dar los ricos y los jubilados, o los poetas que han tenido el valor suficiente para vivir bajo sus propias leyes”.
Miró el reloj nuevamente. Las 6 y 30 de la mañana. Tendría que apurar el paso si no quería llegar tarde. El reloj de la fábrica era implacable. Un minuto de retraso no se podía disculpar con la excusa de que “ese reloj está adelantado”; porque ese era un reloj puesto al servicio del supervisor. “Es que el tiempo es una cosa muy ilógica”, caviló. “Quién me dice a mí que son las 6 y 30 y no las 6 y 25? ¡El reloj!” Claro que ya vendrían los físicos a explicar todo el fenómeno de la luz y de la rotación de la tierra. “Pero uno también puede crear su propio tiempo y sobre todo, andar a su propio ritmo” y zafó la manilla de su reloj. Lo puso en el bolsillo trasero del pantalón y después sacó un cigarrillo. Sus mejillas se hundieron y expandieron, mientras cerraba los ojos, en una acción que le permitió, junto con el humo, exhalar un suspiro hondo, un suspiro para descargar la ansiedad, tal vez la rabia, quizás la frustración de un hombre, que a sus 40 años quería descubrir la emoción de volar pero cada vez se sentía más atado a la tierra.
Tan ensimismado estaba que no se percató de la señora que venía de frente y reaccionó a tiempo para no chocarse con ella. En ese momento atravesaba el puente de El Mico. Se detuvo. Miró abajo el río. Vio sus aguas pardas, que al golpear las piedras sobresalientes de su lecho, producía blancos rizos espumosos, como si la fuerza de la corriente pudiera limpiar así de fácil las impurezas que arrastra el agua en su recorrido. “Un rio nunca se detiene”, se dijo, “sin embargo en su cauce quedan huellas del paso de los hombres” ¿Eso dónde lo había leído? O a lo mejor lo había escuchado en algún programa de televisión, o se lo había dicho algún amigo en una de esas largas conversaciones que tanto le gustan en las cuales se reflexiona sobre la vida. Es que a él le quedaban sonando retazos de frases que le servían para construir sus propias teorías. “Si uno pudiera recoger todo lo que viaja por este río podría reconstruir el paso del tiempo y conocer las acciones de los hombres. Hasta las más violentas” y recordó una noticia que salió en el periódico sobre un taxista y dos pasajeros que fueron abaleados por sicarios y luego fueron encontrados a la orilla del río. “Pero a veces, el río es capaz de ocultar el pasado, guardar los secretos. ¿Por qué no? El agua puede diluir o por lo menos convertir en partículas la vida de un hombre. Si uno quisiera desaparecer, el mejor cómplice podría ser el río”.
Puso el pie derecho sobre la barra inferior de la baranda del puente y apoyó el vientre en la parte superior. La mitad de su cuerpo quedó suspendida en ángulo recto con el agua. Sintió vértigo. ¿Cuántos metros habría hacia abajo? En ese momento recordó a Rocío, era tan miedosa que ni siquiera soportaba pasar por la acera del puente y prefería arriesgarse a transitar por la vía principal. Rocío, la había querido mucho, pero cada vez se sentía más lejos de ella. Sentía que lo asfixiaba con sus constantes requerimientos: que dejá esa fumadera, que no tendiste la cama, que en vez de ponerte a leer por qué no me ayudás a hacer el oficio, que cuándo será que dejamos de pagar arriendo y tenemos nuestra casa propia. Y en esa lucha constante que es la convivencia, el amor era una sombra del pasado, un recuerdo que les permitía soportarse pero no le daba nuevo aliento a la existencia.
Fue entonces, mientras veía a un grupo de gallinazos con sus alas extendidas recibir el sol a la orilla del río, cuando Conrado pensó que había llegado el momento. Ya lo había pensado muchas veces, pero era difícil olvidar las enseñanzas de su madre y tomar una decisión tajante: “mantén la paciencia y la mansedumbre” le decía ella. Esas palabras le sirvieron muchas veces para soportar los abusos y requerimientos absurdos, pero también eran como una invitación a ir en contra de la corriente. Dejar atrás las ataduras y emprender un viaje, ligero de equipaje (eso también lo había leído no recordaba dónde). Alguien sin pasado, sin etiquetas externas, alguien nuevo.
Miró al firmamento. Un amigo, de esos que solía encontrarse donde iba a tomarse una cerveza los viernes, le dijo un día que un hombre no debería pasar un solo día sin mirar por lo menos una vez al cielo. Hasta ese momento él solo podía hacerlo cuando iba para la fábrica, pero ahora sabía que tendría el firmamento sobre sí, acompañándolo en su recorrido, viajaría al ritmo de las nubes.
Se bajó de la baranda. Sacó de su bolsillo la billetera. Esa billetera de cuero negro, descolorida por el uso, era como su marca registrada. Tenía sus documentos de identificación, papelitos con los teléfonos de amigos y conocidos, registros de cuentas por pagar y las fotos de Rocío y de su madre. La abrió, sacó el único billete de 20 mil pesos que le quedaba de la quincena y lo puso en el bolsillo de la camisa. De nuevo esculcó sus bolsillos y sacó el reloj. Cuando lo compró le dijeron que era a prueba de agua, entonces pensó que después de todo, ese reloj anfibio seguiría dando vueltas, repitiendo su periplo de 12 horas invariables y monótonas. Lo miró por última vez. Eran las 7 en punto. Las puertas de la fábrica estarían ya cerradas. Rocío estaría extendiendo la ropa limpia en el pequeño patio de la casa. Su madre estaría saliendo de misa.
Con esas imágenes proyectadas en su cerebro, Conrado se dispuso a concretar su decisión. Ni siquiera necesitó fuerza para hacerlo. Alzó los dos brazos. Con la mirada puesta sobre el lecho del río vio caer casi al mismo tiempo esos dos objetos que marcaban su existencia. Los vio alejarse como dando pequeños saltos y confundirse con los demás desechos que bajaban por el río. ¿A dónde irían a parar? Seguramente se detendrían, ya maltrechos, en algún recodo y ahí se quedarían para dar testimonio, si es que alguien los encontraba, de que Conrado Rodríguez, vivo o muerto, estaría en algún lugar.
A paso lento dejó su habitual camino y tomó rumbo al sur, por la autopista, tratando de bordear el río. Aunque no fuese exactamente un explorador perdido en medio de la selva, sí quería sentirse como un aventurero que va sin rumbo fijo, guiado solamente por las rutas que marca la naturaleza, al compás del tic tac de su corazón.
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NUBIA AMPARO MESA. Vive en Medellín. Docente de Comunicación Social en la Universidd Pontificia Bolivariana.
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