La tierra es el libro de la partitura solar
No soy yo quien grita: es la tierra que ruge.
Attila József
En el campo difuso de la historia de los pueblos, la poesía atraviesa los ríos torrentosos de sus dramas, canta en las batallas del sol su avidez de espiga; sus atuendos lunares son un cortejo de símbolos, su trepidación esparce la gracia germinativa y todo canta por su lealtad de meteoro, por los dones que nos ofrenda su complicidad de hoguera en ascensión.
Diríamos: La Tierra es el libro de la partitura solar, un colibrí es un verso de su poema de luz, un río es un tropo, una línea de fuga, musical. Diríase: La noche es el silencio de transición hacia la otra estrofa o día que vendrá. Diríamos: Las letras con que escribe el sol , el escriba de dedos de flama, son los átomos de la luz. Diríamos: El libro de la Naturaleza es un capítulo del libro futuro o pasión de los soles en nacimiento.
Frente a ese libro estamos atónitos, viendo su desgarradura. Sus hojas se descuadernan ante la orfandad celeste, se tuestan tocadas por las manos abrasivas del sol que instila sus peligros por los agujeros del ozono. El globo azul de una leyenda paradisíaca, flota agujereado, vulnerada su membrana protectora por los venenos que exhala el animal humano. Esa es la impronta de nuestro delirio, esa es la huella de nuestro afán de infinito y avidez de dominio. Insaciable, el animal humano marcó su distancia de quien lo engendrara. Se separó tanto que ya todo se le volvió sobre-naturaleza, virtualidad, espejismo, alucinación, velo de maya. Avanza a tientas en la niebla y su obsesión por la energía lo llevó a manipular lo que no conoce, ignorando los alcances de su locura, y henos aquí ante los retos de un tiempo cuya urdimbre de información y tecnología, de conocimiento científico y discursos apocalípticos han creado un caos que se traduce en desconcierto e incertidumbre.
Nunca será tarde para el animal humano, siempre que la sustancia de sus sueños siga irrigando su más soberano deseo: la libertad y el esplendor de la conciencia que avanza a ritmo de galaxia en expansión.
Somos hijos de una herida, de una desgarradura: la pérdida de lo sagrado. La abolición de cualquier centro o foco esencial, caracteriza lo que hemos heredado desde que la modernidad se erige con su nuevo credo de progreso y dominio de la naturaleza, desde que somos una serie de funcionalidades, fragmentados, separados de nuestra esencia humana para entrar en el rol del autómata, como nueva versión de la esclavitud. La razón pragmática sacrificó el pensamiento mítico, lo redujo a la condición de superchería, introdujo una noción utilitarista de la existencia, proclamó nuevos discursos en torno a la barbarie para maquillarla de civilización, después de haber causado los grandes genocidios y de haber proclamado las grandes mentiras de oro.
Ante el fracaso del proyecto racionalista, ante la ausencia de los dioses desterrados por la producción en serie y la alienación, ante los grandes desiertos que avanzan tanto en la condición humana como en la tierra, el ser busca su refugio en el único espacio donde es posible lo sagrado: la poesía, esa potencia que logra conectarnos con las fuerzas supra racionales y a-históricas, en un tiempo maniqueo y truculento al que han llamado postmodernismo (actualmente transmodernidad), signado por la simulación y el fetichismo de la mercancía. En este contexto la poesía, a través de las acciones de los poetas, rompe la homogeneidad pagana del territorio cotidiano y convoca a la población para realizar un acto de consagración de la palabra poética como puente de conexión con las fuerzas míticas, fundadoras de un territorio protector de la muerte. Estas fuerzas resurgentes que se invocan y se materializan en una emocionalidad colectiva, crean una nueva noción de la congregación y permiten consolidar un centro de irradiación que conecta todas las culturas de los pueblos del mundo.
Habla el origen
“La creación sin nombre ardía inmóvil,
Zumbaba igual a un cigarrón de lumbre”
Juan Liscano
El origen canta en el mito. En la física actual (nuevo mito) el origen es una explosión y nos monta en una onda expansiva hacia la disolución. Aun estamos disparados, expulsados por una sobresaturación de energía condensada en un punto infinitamente pequeño. El origen sigue siendo, nos recuerda el poeta Juan Liscano.
El origen dormía en la gran noche. Desde el momento en que consideramos nuestro origen (a escala del universo) nos percibimos ínfimos. Se asume que nuestros átomos, los átomos que nos estructuran, vienen de un poco después de que explotó un punto infinitamente pequeño, pero sobrecargado de gravedad, hace quince mil millones de años. Nuestros cuerpos de hidrógeno son el reflejo de un universo de hidrógeno (tenemos mayor cantidad de átomos de hidrógeno que de cualquier otro elemento).
Antes de que la materia primigenia que configurara a la Tierra se reuniera en el interior de nuestra nebulosa solar, ya habían transcurrido de cinco a quince mil millones de años. En la nube de gases, que luego sería la tierra, había hidrógeno, helio, carbono, nitrógeno, oxígeno, hierro, aluminio, oro, uranio, azufre, fósforo y silicio . Todo se habría enfriado y habría ido flotando a la deriva de no ser por la estrella que se formó en el centro de la nebulosa: el sol, duradera incandescencia que sumergió a sus satélites en continuas emanaciones de luz, gas y energía.
Desde ese momento, hace cuatro mil seiscientos millones de años, la masa de la Tierra ya estaba en condiciones adecuadas para la aparición de la vida, donde la luz impera/donde cada día su raudal estalla/remolinea, bulle, resplandece/esparce su refracción innumerable/multiplica sus crestas y destellos/su impalpable mar cabrilleante/su nebulosa, su ardimiento,/dispersa su polvillo fértil/respira nieblas, rocíos, terrales/brisas azules,/alisios, calmas sofocantes/montes de viento huracanado/y se transforma en arenal, en costa brava,/en arboleda, en serranías,/en torre de metal, en urbes/en hombre/en su mirada que abarca el porvenir (Juan Liscano, del poema Zona Tórrida).
En su dimensión humana, el sentido de la poesía es la posibilidad de consagrar el ser al canto para volver a sentir el ritmo celeste en el que viajamos.
La tierra, poética de la vida: Autopoiesis
Venimos de un gran incendio y, según parece, en un futuro lejano para el animal humano,“todo ha de tornar al fuego original / Tempestad de llamas/Así hablaba HERÁCLITO Levante y poniente de! hombre lúcido y duro". (Bataille)
Hace cuatro mil quinientos millones de años la Tierra era una bola incendiada, de lava que ardía por el calor desprendido de la desintegración del uranio, torio y potasio radiactivos de su núcleo. La atmósfera era espesa con gran cantidad de veneno: cianuro y formaldehido. No había oxígeno ni organismos capaces de respirarlo.
Seiscientos millones de años después (hace 3900 millones de años) se inaugura un período milagroso de mil trescientos millones de años, llamado eón Arqueense, que va desde el origen de la vida hasta su expansión en forma de “suaves tapetes microbianos de vistosos colores rojos y verdes en forma de fuertes y redondeadas cúpulas bacterianas” (Lynn Margulis).
Para considerar que una entidad está viva, ésta debe ser, ante todo, autopoiética. Ser autopoietico es “mantenerse activamente contra las adversidades del mundo”. En organismos como plantas y animales la autopoiesis es lo mismo que salud. La autopoiesis permite mantener la identidad del organismo, a pesar de las contingencias. Todas las células reaccionan a las perturbaciones externas para conservar aspectos claves de su identidad dentro de sus límites.
Esta poesía de lo viviente es un ejemplo de preservación. Esta poética nos confirma la capacidad creativa de la vida. Como expresan Lynn Margulis y Dorion Sagan, “Las estructuras autopoiéticas utilizaron energía para mantenerse a sí mismas de manera activa y con éxito al enfrentarse con serias perturbaciones externas. Eso les dio identidad y memoria… Desde los sistemas autopoiéticos a los primeros seres replicándose de manera tosca, se dibuja la tortuosa senda que las estructuras autoorganizadas tuvieron que recorrer en su trayecto hacia la célula viva”.
Dado que la autopoiesis es un imperativo de lo viviente considerado como una unidad, la vida gastará grandes cantidades de energía para conservarse a sí misma. Cambiará con la única finalidad de mantenerse. Como afirman Margulis y Sagan: “Más del 99.99 % de las especies que han existido están extinguidas pero la pátina del planeta, con su ejército de células, ha continuado existiendo durante más de tres mil millones de años. Y la base, pasada, presente y futura de esa pátina es el microcosmos, constituido por billones de microbios en comunicación y en continua evolución. Excluyendo la intervención divina y la suerte, sólo la vida misma parece lo suficientemente poderosa como para promover las condiciones que favorecen su supervivencia prolongada frente a condiciones adversas en el medio ambiente”.
Como se observa, una poética de la biología ha modelado nuestro organismo, desde que éramos un microbio hasta esta versión actual de nuestro vehículo por la vida: el cuerpo. El motor del alba, de Huidobro, es la poesía misma. Desde el microbio sin voz hasta el hombre que habla ha habido un océano de batallas en las que la vida persiste y se nos manifiesta como espejo donde la divinidad ausculta el vacío del que venimos y hacia el que viaja lo existente y lo no existente.
Más allá de la pesadilla, reverberante en cada punto del planeta, lo bello y lo sublime resisten, se manifiestan con la sutileza necesaria para no dejarse aplastar. Lo grotesco es emblema del hipercapital, que todo lo deforma en su tropel de producción y consumo desenfrenados.
Ahítos de la sobre explotación y el detritus, al inicio de la segunda década del siglo veintiuno, asistimos a un escándalo climático que rebasa nuestra arrogancia como especie que tomó por asalto el paraíso y se quedó con un océano de chatarra y pájaros asfixiados en nubes letales.
En esta encrucijada geológica la tierra aloja las legiones de la poesía, quienes continúan un trabajo milenario de preservación de la naturaleza que es la morada de la memoria, del mito, de lo sagrado, de los que en su errancia, de siglo en siglo, han ido construyendo un cuerpo, el cuerpo que sueña, imagina, crea y piensa.
Habla el bosque
Santuario. Fuente del misterio, hábitat de los dioses, el bosque se nos revela como la gran anunciación de la vida en el planeta. El gran milagro. La casa de la ebriedad. El templo del dios Pan. La morada de Diana, la diosa. Fuente del mito. Las celebraciones solares, de la abundancia, de la visión colectiva, eran la alta poesía de los pueblos antiguos, regidos por una visión mítica y sagrada de la existencia. El bosque representaba lo más sagrado y el culto a los árboles era esencial para la vida y el recibimiento de sus dones. El gran imaginario colectivo de la antigüedad está sustentado en su gran valoración del bosque. El profundo respeto al bosque era el mismo que hacia una divinidad. Bosque y divinidad se confunden.
El bosque marcó el ritmo de los pueblos y su presencia era símbolo de grandes hazañas mágicas que representaban el misterio de la existencia. El aquelarre y los grandes ritos de iniciación en los misterios, cuyo motor es la poesía surgida del encantamiento del bosque. El bosque es la respiración, la inspiración, la condensación. Es el representante de una larga historia de procesos de la vida y su soberanía se debe a los dones de la luz transformada en savia y oxígeno, esplendor, danza, flores, frutas que nos conectan con la gracia erótica de la abundancia y los ritos de la espiga, el juego, la música, el acertijo, el talismán, la magia.
James Frazer, en su libro la Rama Dorada, afirma: “Nos es necesario examinar con atención las ideas en que se funda el culto de los árboles y las plantas. Para el salvaje, el mundo en general está animado y las plantas y los árboles no son excepción de la regla. Piensa él que todos tienen un alma semejante a la suya y los trata de acuerdo con esto. "Dicen —escribe el antiguo vegetariano Porfirio— que los hombres primitivos tenían una vida triste, pues su superstición no terminaba en los animales, sino que se extendía aún a las plantas. ¿Por qué ha de ser la matanza de un buey o una oveja mayor agravio que el sentimiento por la tala de un abeto o un roble, ya que también estos árboles tienen alma?"
Esa conciencia lúcida de la gran conexión universal de todo lo viviente, ese reverenciar al bosque se sustenta en el conocimiento profundo de las grandes luchas de la vida por confrontar la contingencia. Ante la adversidad de las catástrofes geológicas el bosque se revela como fuente de salvación y de luz espiritual. Habla el bosque un lenguaje polifónico y toda la gama de sus sonidos y misterios nos sitúan en un ámbito encantatorio. Origen de los poemas y leyendas, eje de la memoria colectiva, es el bosque el motor de las grandes adquisiciones espirituales, rituales y religiosas.
La magia signa su origen en estas zonas misteriosas donde los símbolos son revelados y dispuestos a operar sobre la realidad. Es el bosque el centro del conocimiento, allí son transmitidos los grandes saberes de la doctrina secreta, los saberes perseguidos, los saberes esenciales y mágicos que pudieron preservarse gracias a los dones del árbol en su dimensión de guerrero de la luz. El bosque soberano, el gran cómplice, dínamo de savia, morada del rocío de los dioses donde brota la letra, el alfabeto. Casa de la poesía, el bosque es ascensión hacia los cielos más incógnitos a través de los hilos de luz que lo conectan al cosmos.
Hablan los animales
Su inocencia es auténtica. Su valoración ha sido grande por parte de los poetas y la gran mayoría de humanos miran perplejos su devenir por la tierra. Las cosas han cambiado desde la ilustración, desde que el animal humano se montó en su nueva locomotora de ciencia positivista y arrogancia sustentada en la fuerza bruta del dinero y sus acciones para cercar la naturaleza, medirla, manipularla.
La empresa de devastación que se genera, a nivel mundial, con la industria y la máquina ha desencadenado una serie de problemas que han situado a los animales en un ámbito de desolación, persecución, confinamiento, estrés. Ya huyen despavoridos del mundo interpretado, nos dice Rilke de manera muy lúcida y acertada. El mundo interpretado: he ahí el asunto que más se acerca a una dilucidación entre poesía, racionalidad positivista y naturaleza.
La poesía en su esencia va en contravía del mundo interpretado, que es en realidad un mundo surgido de la opresión del discurso racional que encadena fraseologías para perfilar una noción del mundo. La poesía no interpreta, agrega misterio pero a la vez conocimiento de lo poetizado. La poesía ha realizado un trabajo enorme por divulgar el amor a los animales. Basta observar la gran cantidad de bellos poemas dedicados a estos seres que han sobrevivido a muchos desastres.
Los desiertos avanzan, el planeta se calienta, muchos son los animales que mueren en legión, ya no soportan las condiciones actuales. Por este tiempo abundan noticias acerca de cientos de pájaros que se desploman, caen muertos. Esto ocurre en varios puntos del planeta. Cada vez aumentan las señales de la catástrofe ambiental. La desquiciada maquinaria de las multinacionales pesqueras arrasan el lecho marino, acaban con su proliferación viviente de microorganismos que son el sustento de muchos peces. El petróleo crudo derramado por millones de toneladas en los mares. Los animales están sumergidos en una burbuja envenenada. La tierra y sus animales. La tierra y sus complicaciones climáticas que amenazan la vida del más excéntrico de todos animales , el animal humano que ha alcanzado la potestad del ángel y se ha sumergido en el cieno de las bestias
El animal humano
«La enfermedad de la razón radica en su propio origen, en el afán del hombre de dominar la naturaleza»
Horkheimer
¡Oh, la humanidad! expresaba en un lamento el piloto de ese dirigible cuyo incendio, en 1937 en New Jersey con 97 personas, determinó el fin de esas naves surcando el cielo. Delirante, el animal humano se ha movido por el planeta; son muchas sus aventuras por este globo convulso. Su avidez de espiga y sosiego, después de las grandes batallas por sobrevivir, lo han llevado a parajes paradisíacos, a imaginar y realizar los sueños del sueño en que se mueve su vida pero también ha trasegado por terrenos abruptos y la pesadilla determina gran parte de sus días en este lado de la galaxia. El animal humano es un personaje muy especial en este cuento cruel del acabóse climático. Los escándalos meteorológico, geológico, económico, ético, humanitario y ecológico sitúan a la humanidad en un borde peligroso.
El animal humano es el más vulnerable, el que más se ha afectado con este delirio por recluir, matar, torturar, encerrar y vender para luego comerse a los otros animales que no saben de motosierras ni aspersiones. Este delirio que llenó de gases tóxicos el globo azul lo convierte en un animal exótico y bastante implacable con sus semejantes, los animales de la tierra. Si la brecha entre lo humano y lo animal se establece fundamentalmente en el interior del hombre, lo que debe plantearse de un modo nuevo es la propia cuestión del hombre, y del “humanismo”.
En nuestra cultura, el hombre ha sido pensado siempre como la articulación y la conjunción de un cuerpo y de un alma, de un viviente y de un logos, de un elemento natural (o animal) y de un elemento sobrenatural, social o divino. Ahora tenemos que aprender a pensar, muy de otro modo, al hombre como lo que resulta de la desconexión de esos dos elementos, e indagar no el misterio metafísico de la conjunción, sino el misterio práctico y político de la separación. ¿Qué es el hombre, si es siempre el lugar – y a la vez, el resultado – de fragmentaciones y brechas incesantes? Trabajar sobre estas divisiones, preguntarse de qué modo – en él mismo- el hombre ha sido separado del no-hombre y el animal de lo humano, es tan urgente como asumir una nueva actitud ante los grandes interrogantes, sobre los llamados valores y derechos humanos. Y, quizá, hasta la esfera más luminosa de las relaciones con lo divino dependa, de algún modo, de esa otra esfera, más oscura, que nos separa del animal.
Ahora, respecto al devenir animal del hombre, Alexandre Kojève nos dice: “Si el hombre re-deviene un animal, sus artes, sus amores y sus juegos deberán re-devenir también puramente “naturales”. Habría que decir que los animales pos-históricos de la especie Homo sapiens (que vivirán en la abundancia y en plena seguridad) estarán contentos en función de su comportamiento artístico, erótico y lúdico, visto que, por definición, se contentarán con él”.
La aniquilación definitiva del hombre en sentido propio debe implicar también, no obstante, de manera necesaria la desaparición del lenguaje humano, sustituido por señales sonoras o mímicas comparables con el lenguaje de las abejas. Pero en tal caso, argumenta Kojève, lo que desaparecería no sería sólo la filosofía, es decir, el amor a la sabiduría, sino la propia posibilidad de una sabiduría como tal.
Ante esta posibilidad de la desaparición de la sabiduría que baje al animal humano de su nube de mesías y salvador, nos encontramos con las palabras de Lynn Margulis y Dorion Sagan: “el nombre científico que Linneo dio a nuestra especie es Homo sapiens sapiens, es decir “hombre sabio, sabio”. Nosotros proponemos, un poco en broma, que se bautice a la humanidad como “Homo sapiens in sapiens: “hombre sin sabiduría, sin sabor” . Nos gusta creer que regimos la naturaleza –“el hombre es la medida de todas las cosas”, dijo Protágoras hace 2400 años-, pero no somos tan regios como creemos…. Nuestra imagen auto-aumentada no es más que la de un loco a escala planetaria”.