sábado, 26 de febrero de 2011

UNA CULTURA CRIOLLA . Por: Edouard Glissant (1928-2011).



UNA CULTURA CRIOLLA

Por: Edouard Glissant (1928-2011)

El área cultural y geográfica que designamos con el nombre del Caribe parece a primera vista indefinible tanto por sus componentes como por sus contornos. ¿Debe circunscribirse al arco de las islas o, por el contrario, incluirse en ellas a las tres Guayanas, que son continentales, o a Panamá, cuya población es en parte antillana? También Venezuela tiene una “vocación” caribeña. Y en la celebración ya tradicional de Carifesta (Guayana 1972, Jamaica, 1976, Cuba 1979, Barbados 1981) México está representando siempre, incluso en Luisiana, en los Estados Unidos, la tradición creole sigue alimentando todavía muchas nostalgias. Por otra parte, algunas de las islas parecían inclinarse hasta ahora hacia una dimensión únicamente latinoamericana, como la República Dominicana y Cuba. Cuatro lenguas europeas (el español, el inglés, el francés y el holandés) son oficiales en distintos países de la región y en ésta se hablan por lo menos cinco variantes del “creole”. ¿Cuál es, pues, esta realidad que surge brillante, variada, distinta entre las Américas –del Norte y del Sur- y que no puede concebirse dentro de ningún marco dado, ya sea lingüístico, político y étnico?

La respuesta que parece imponerse es que ese elemento de indeterminación constituye el signo mismo de la profunda riqueza del Caribe. O, mejor dicho, que la falta de precisión se encuentra más bien en el pensamiento de quienes siguen concibiendo el Caribe según las normas caducas y los esquemas antiguos con que en los siglos pasados se apreciaba el fenómeno histórico de la aparición de las naciones en Occidente o en otras latitudes. La región entera de las Antillas ha estado agitada por contradicciones fecundas sobre cuya acción y cuyos resultados es útil meditar.

Por ejemplo, resulta ingenuo proclamar sin matices que aquí todo comenzó con Cristóbal Colón. El supuesto “descubrimiento” deja en el fondo un remanente en el cual los arahuacos y los caribes, primeros ocupantes de la región, pese a haber sido exterminados por los conquistadores, constituyen las raíces, desde luego a menudo inconscientes, de ciertos modos de ser.

No menos absurdo sería ignorar las condiciones históricas de la nueva zona cultural así constituida a partir de la colonización y que por su naturaleza misma supone la mezcla, el mestizaje de los factores culturales, el cruce de las etnias, la tensión hacia una dimensión compartida de la realidad humana: un caso casi “orgánico” de la Relación mundial. Pero ese mestizaje no supone en modo alguno una aceptación pasiva de los valores impuestos.

Tampoco puede subestimarse el factor primordial que resulta de la inmigración africana (a partir de la Trata) ni la ilusión que supondría considerar las Antillas como una réplica del continente africano. No sólo porque de la India vino una población inmigrante para trabajar la tierra abandonada por los esclavos africanos emancipados, no sólo por la impronta occidental, sino porque la fermentación de esos componentes dio como resultado otra cosa; nuevas culturas, una nueva civilización.

Finalmente, no es legítimo basarse en la disparidad de las lenguas ayer impuestas a la región o nacidas de su ebullición para deducir de ahí la heterogeneidad de los pueblos que la habitan. Las Antillas constituyen uno de los ejemplos actuales de una civilización en plena efervescencia, que se construye en la exaltación del plurilingüismo: las lenguas son nacionales (como el español en Cuba o el inglés en Trinidad), pero su utilización es antillana, como lo será pronto su interpretación.

Es verdad que esas contradicciones “constitutivas” son origen de múltiples conflictos y que, al mismo tiempo, han dado lugar a no pocos prejuicios ideológicos. La construcción de la nación en cada uno de los países de la región, la virulencia de la oposición entre las clases sociales y la necesidad de afirmar o de defender valores culturales frecuentemente inseparables del origen étnico, forjando para ello teorías generalizadoras (el indigenismo en Haití hacia los años 30 de nuestro siglo, la negritud, los resurgimientos antillanos del Black Power, el fenómeno rastafari en Jamaica), parecen abrir caminos opuestos.

Pero es la contradicción misma lo que da su valor a la civilización antillana. Esta sería difícil de apreciar si nos atuviéramos a ciertas categorías estáticas que excluyen la posibilidad de trascender, de ir más allá. Lo que las historias convergentes de los pueblos antillanos nos enseñan es quizás que las naciones pueden construirse hoy día al margen de las oposiciones negativas, así como los valores culturales no perecen por el hecho de ser compartidos. Los países antillanos, que han sufrido la experiencia de la esclavitud y a veces de las tiranías “locales”, han pagado caro ese privilegio que supone el encuentro, el contacto de las culturas. El mar Caribe es el lugar de semejante comunión. Así lo resume Dereck Walcott, dramaturgo de Santa Lucía, cuando dice: “El mar es historia, y eso mismo quiere decir Edward Kamau Brathwaite, historiador de Barbados, al afirmar: “La unidad es submarina”; poetas ambos fervientemente empeñados en sentir y expresar la larga labor de ese surgimiento.

El mar de las Antillas es un mar abierto. Los arahuacos y los caribes lo surcaron: nómadas marinos, su existencia errante se anclaba en una serie de lugares que volvían a ocupar periódicamente. Fue la colonización la que intentó y logró a veces “balcanizar” la región en una serie de territorios aislados, confinados en los conflictos que enfrentaban, en este como en otros terrenos, a las grandes potencias occidentales. Pero los esclavos de las Antillas Menores, alertados por rumos de origen incontrolable, trataron en 1794 de llegar al país Toussaint Louverture, la futura Haíti. Y pueden multiplicarse los ejemplos que demuestran que pese al confinamiento que pretendían imponer los colonizadores, las historias de los pueblos de esta región han convergido siempre entre sí. Sin embargo, el mar Caribe no agrupa en torno suyo tierras y pueblos concentrados en una unidad forzosa: no es, como antaño el Mediterráneo, un “mar interior”. Su destino es abrirse, fragmentarse. Así se comprende la dificultad de delimitar con precisión los contornos de semejante fenómeno sociocultural. De Luisiana a Tobago y las Guayanas, los elementos de esta civilización se vinculan a realidades que, por lo demás, están relacionadas con otras áreas históricas.

De todos modos, esa imprecisión no se extiende a las bases culturales mismas de la realidad antillana. En los diversos lugares donde desembarcaban los esclavos, a lo largo de la costa americana, del norte del Brasil al sur de los Estados Unidos, y en todas las islas, se instauró el mismo sistema que permitió la explotación de diversos productos exóticos: especias, tabaco, añil, algodón, caña de azúcar. Es el sistema de las plantaciones, que no es sólo un sistema económico vinculado con la explotación de los esclavos, sino también un modo de existencia y un marco cultural donde toman su origen muchos cuentos antillanos así como el baile de la calinda y los blues.

La plantación es un lugar cerrado del que no pueden salir ni el trabajador ni el esclavo. Pero ese lugar cerrado se multiplicó hasta el infinito por toda la zona: “casa grande y senzala”. Y es a partir de la plantación donde se desarrollan dos empresas políticas y culturales cuyo objeto es escapar al cerco: la huida del esclavos y el carnaval, ambos generalizados en el región.

La fuga de los cimarrones no es solamente un episodio de la lucha de los oprimidos contra los opresores, sino que ha determinado seguramente gran parte de la actitud y de los reflejos de los antillanos: se trata de escapar de otro encierro, el e los compartimentos intelectuales y culturales dentro de los cuales se ha mantenido a cada pueblo de la región. La conclusión histórica del fenómeno de los cimarrones es la búsqueda apasionada de la solidaridad caribeña.

El carnaval no es solamente un desbordamiento de los instintos liberados, fuera de los límites de la plantación, sino que ha reforzado progresivamente la tendencia a hacer de cualquier expresión cultural un acto de conciencia y, a la vez, una fiesta (Carifesta): la mancomunidad de las razones para expresar el mundo y la concepción que de él se tiene.

Es de la plantación de donde surgen el cuento, la canción, la cadencia del tambor, muy pronto revelador por las fulguraciones de los poetas (Guillén o Cesaire), la plenitud de los artistas populares (los pintores haitianos), el desbordamiento y la síntesis de las artes modernas (Lam o Cárdenas), los análisis y la hondura de los novelistas (Carpentier o Naipul).

Es sin duda el recuerdo de la plantación lo que impulsa a tantos intelectuales antillanos a vincularse al mundo de “los condenados de la tierra” y a identificarse con su causa: el jamaicano Marcus Garvey con los negros de Estados Unidos, el trinitario Padmore en Ghana, el martiniqués Fanon en Argelia. Esta suerte de exilio o de expatriación generosa está demasiado generalizada para que no tratemos de buscar sus causas fundamentales: una inclinación a comprender al Otro, que se sitúa en el principio mismo de la realidad antillana, y una decisión de salir de los límites, que es algo así como seguir huyendo lejos de la plantación.

Así, si se considera que los países antillanos –cuya diversidad cultural es tan profundamente unitaria y fecunda- están todavía en busca de su identidad, es precisamente a causa de esta profusión que el pensamiento no está acostumbrado a contemplar en su conjunto. Y también por la razón de que el derrumbamiento del sistema de las plantaciones ha dado lugar, aquí y allá, a las variedades más opuestas de sistemas políticos o económicos cuyas distorsiones explican la dificultad de concebir o de aceptar el fenómeno antillano. La indeterminación no está en la realidad sino que se instala, paralizándola, en la mente de quienes analizan las culturas antillanas.

En las circunstancias actuales no hay asomo alguno de que pueda establecerse una federación o confederación de los países de la región. El CARICOM (Mercado Común del Caribe) interesa principalmente a las Antillas de habla inglesa. Los regímenes políticos abarcan toda la gama posible. Y, sin embargo, nunca como ahora las culturas antillanas han mancomunado tanto sus rasgos específicos ni se han comunicado tanto entre sí dentro de una misma concepción diversificada del hombre.

Esta concepción ha culminado en lo que se ha dado en llamar la criollización, fenómeno de cuya ambigüedad da fe la etimología. Durante mucho tiempo se ha vacilado en definir al criollo como el blanco que vive en las Antillas, el blanco nacido en las Antillas o el descendiente de africano. La criollización no es un simple proceso de aculturación sino que entraña rasgos originales, nacidos a veces de contradicciones difícilmente soportables, y el principal de los cuales, aparte de los modos de vida y de los fenómenos de sincretismo cultural, es quizás una suerte de variación lingüística.

Esta variación afecta a las lenguas importadas, de cuyo uso en la región hemos dicho que es a veces sumamente particular. Pero su expresión extrema se encuentra en la diversidad de los pidgins (en las Antillas de habla inglesa) y particularmente en la existencia del “creole”, lengua de compromiso, literalmente forjada en el interior de la plantación y que el pueblo antillano se apropió en Haití, Martinica y Guadalupe, Cayena, Santa Lucía y Dominica.

Esta lengua popular está desapareciendo en Trinidad y en Jamaica y jamás llegó a las Antillas de lengua española. Pero los diez millones de personas que hablan “creole” en el mundo (incluidos, fenómeno sociohistórico extremadamente curioso y significativo, los habitantes de la Reunión y de la Isla Mauricio en el océano Índico) están hoy día en condiciones de concebir un renacimiento de su lengua materna, amenazada en verdad por el peso tecnológico de las lenguas dominantes del mundo.

El hecho de que los pueblos de lengua inglesa de las Antillas Menores hablen ese mismo “creole” demuestra suficientemente que semejante idioma nada tiene que ver con los fenómenos de “dialectización” a partir de las grandes lenguas vehiculares, a lo que a menudo se ha querido reducir las lenguas de compromiso que surgieron en el contexto de la colonización. El “creole” no es una deformación dialectal del francés, al cual su sintaxis, supuestamente de origen africano, es totalmente extraña.

En la configuración mundial actual, el Caribe aparece, pues, como un lugar ejemplar de la Relación, en el que naciones y comunidades, cada una con su originalidad, comparten, sin embargo un mismo porvenir: esa zona de civilización se abre hacia las Américas, vence paulatinamente las barreras del monolingüismo paralizador, cobra conciencia de su destino original de crear una simbiosis y de asumir, en su superación, los elementos frecuentemente contradictorios surgidos de las historias convergentes de la cuenca del Caribe. En el mundo amenazado de hoy, ése es un destino eminente, a la vez frágil y profundamente arraigado.

Correo de la Unesco. París. Diciembre. 1987. Págs. 33-35.
Texto enviado por Oscar González
 
Novelista, poeta y ensayista, nacido en la isla de Martinica en las Antillas francesas, Edouard Glissant es ante todo conocido como el ideólogo del mestizaje. A diferencia de su maestro, el otro gran poeta martiniqués Aimé Césaire, quien resaltaba el concepto de "negritud", Glissant desarrolló la idea de un mundo intensamente criollo, un mundo mestizo, entendiendo el mestizaje como una riqueza, un encuentro armónico de las diferencias culturales, basado en el diálogo y el intercambio. De hecho, su pensamiento contribuyó a forjar la noción de "diversidad cultural", constantemente defendida por la UNESCO, según subrayó la actual directora de esa organización, Irina Bokova, al conocer la noticia de su muerte.Nacido en 1928 en Santa María de Martinica, en el seno de una familia modesta, Glissant fue un alumno brillante, apasionado por la literatura y la filosofía. Cursó estudios de filosofía en la Sorbona hacia 1946 y en 1958 obtuvo el Premio Renaudot, una de las más importantes recompensas literarias francesas, por su novela "La lézarde" (La lagartija).Debido a su activismo contra la guerra de Argelia y a sus ideas independentistas y anticolonialistas, fue expulsado de las Antillas francesas y condenado a arresto domiciliario en Francia continental en los años 60, durante el gobierno del general De Gaulle.Entre 1982 y 1988 dirigió la revista Correo de la Unesco y en esa misma década enseñó en Estados Unidos: en Louisiana, en la universidad de Bâton-Rouge y en la City University de Nueva York donde sus cursos sobre William Faulkner hicieron historia.Entretanto siguió publicando: ensayos poéticos como el "Tratado de Todo-Mundo", piezas de teatro como "Monsieur Toussaint" sobre la vida del revolucionario haitiano Toussaint Louverture y novelas como "Malemort", "El Cuarto Siglo" o la "Cabaña del Comendador".



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