sábado, 3 de enero de 2009

CALAVERA. Autor: Faber Agudelo Vélez.


Se mueve al frente la figura espasmódica de un recuerdo. Baila frenético colgado de hilos invisibles. Aparece y luego reaparece, está ya cerca, muy cerca de mí para luego desaparecer. No le hago caso. Los huesos míos son los que están aquí, sin aparecer ni desaparecer, fieles, incapaces en absoluto de ninguna infidelidad. La calavera silenciosa de mi ser, la que no habla, la que se hunde, la que se hunde todos los días más en unos socavones irreconocibles, la que me ha salvado de las algarabías inaguantables de mis emociones. Sí que es prieto y sobrio este hueso mío. No anda de aquí para allá sobornando su quietud con bisuterías endebles y retorcidas. Sólo anda para sí misma esta osamenta y lo hace despacio, abriendo minúsculas hendiduras. El hueso ya no quiere caídas para que el respetable público se levante en aplausos. No yace en silencio, no. Es una tarea con su lenguaje. Es una briosa acometida con su canción y yo la escucho también. Yo soy el hueso que canta en los socavones sutiles.

Al parecer nadie escapa de las correrías. Lo primero es intentar la fuga del hogar, luego del país, del género humano, por último de nosotros mismos. A toda costa huir, mas todo en vano. Muy tarde, quizá demasiado tarde, hallamos la imposibilidad de la huida, la obligatoria aceptación del destino. Es entonces cuando nos topamos con la calavera, ella nuestra más alta cumbre, nuestro himalaya. ¡Qué tarde llegamos hasta allí, hasta sus bordes! Ya no hay tiempo para escalar sus cimas que nosotros hemos construido sin saberlo, sin imaginarlo ni sospecharlo. Nosotros creamos una estructura tan desconocida que nuestros sueños, al lado de ella, son inocentes juegos. Pero en fin, ese nosotros es tan grande que es imposible pronunciarlo sin los hábitos cardenalicios. Aquí no hay un yo que nos acoja, sino un yo común y corriente que también pronuncio con íntima sospecha. Yo con ese yo ordinario atisbo mi calavera, esa que se yergue muy adentro, me la palpo. Esa cosa me sostiene contra todos los embates de los vientos y de los hombres y jamás le he dicho una sola palabra, ni de agradecimiento ni de odio. Yo he pasado de largo ante mi calavera porque pensaba, pensar es demasiado decir para mí, creía mejor dicho, que yo sólo era angustia, dolor, inexistencia y que era a ese dolor de vivir al que había que rendir cuentas y pleitesía. Son los huesos, mis huesos, nada más que ellos los que saben de mi existencia y los únicos que pueden enseñarme algo o todo de lo que soy y no soy. ¿Cómo hago para que hable, para que calle con sus palabras las vanas habladurías y por fin pueda yo escuchar lo que es sin adorno alguno ? Yo quiero que mis huesos me digan la verdad con una voz solemne, irreductible a interpretaciones acomodaticias o vaguedades nebulosas.

Sólo los huesos son los que son desde todos los ángulos posibles. Precisos y definitivos. Del hueso hacia adentro no están las entrañas ni las vísceras. Ah, los famosos viscerales que no han encontrado el hueso. Lo que sostiene, lo que aguanta, lo que habla, sí, lo que habla y dice sólo de una manera unívoca. Que calle la interpretación codiciosa. La osamenta es literalidad exacta. Las espaciosas mansiones de los huesos, las definitivas líneas de la precisión. Los quiebres diminutos estampados allá en la residencia del destino. ¿ Qué hay de más último sino el hueso ? ¿ Quién es aquel que agita su cola de pavo real ? Pregúntale a sus huesos, a nadie más. La palabra imagina, moldea, construye. ¡ Qué grande y bella es en su eterno ritmo ! . Ah, pero el hueso nunca esquiva la gravedad de la precisión. Está allí donde sólo puede estar y se ajusta hacia adentro en volúmenes cada vez más finos. Allí la pompa se ahoga de inmediato y quien no sabe de la disciplina de la veracidad fallece de inanición. La dueña es lo exacto.

Yo fumo la pipa invisible de mis huesos. No se ve el humo pero yo lo siento. Uno a uno he ido fumándome todos mis años y el humo ha salido de mí cobijando todas mis pesadillas. ¿ Qué hace este hombre que no hace nada ? se preguntaban airados los que pasaban apresurados. No veían el humo, no me veían, pero yo estaba allí como ellos aspirando el tiempo con igual prisa. Mi tiempo que no me veía, mis prójimos que no me veían, yo que tampoco me veía y que despreciativo veía las tenues columnas de humo. Sólo ahora atisbo e interpreto en él las cifras de mi universo, las voluntades de mi destino. Esta cabeza mía, diseñada para interpretar las volutas de humo y yo obligándola a establecer las pirámides del siglo. Yo que vivo en el cero, me obligué a empezar a contar desde uno hasta el infinito e imperturbable y feroz no hacía sino lo que me obligaba el conteo inapelable. Ahora que no existen ni números ni pirámides, mi visito en el cero como un antiguo jeque. El cero es el mismo humo de mi calavera.

Aquí soy lo definitivo, sin huida posible a algún tiempo o espacio, en el tiempo y en el espacio solamente de mis huesos. Por allí existe un vértice que me agujerea y me explota las pocas palabras. Vértice vértigo de mis escuadras, de mis bordones epilépticos. El fuego serpentea sobre las aceras y distribuye tarros de gasolina. Este templo silencioso ante el cual me inclino es sólo oración sibilina. Desde muy adentro se entiende y a cada paso es más inaudible. Los templos sólo desean el silencio, la palabra necesaria. Sinfonía del cuerpo infatigable empeñado en decirnos lo inverosímil que no queremos escuchar. Ya queremos igualarnos a cualquier cosa, a lo primero que se atraviese, a un pedazo de hierro por ejemplo. ¡Qué escasez en la conciencia! Nosotros somos un pedazo de hierro dormitando mientras una lluvia de sangre ejecuta el acto de la muerte.

Ese abismo insondable es la misma calavera en la molienda del tiempo. Un polvillo sinuoso acaricia sin miedo los ejes de la eternidad y colgado de ellos mira los disfraces. Es que extraemos desde los huesos lo esencial y el polvo que brota de allí es nuestra respiración. No somos sino la hendidura. Los huesos son la mina secreta, no la tumba, y lo humano esa minería obstinada. Yo no brinco de gozo ante los paisajes exuberantes de grandes praderas y caídas de agua. Yo canto aleluya cuando veo un rostro tallado que sólo dice lo que dice y que cuando habla sólo puede corroborar lo que ya está allí. Esos, que son muy pocos, han comerciado con el polvillo de sus propios huesos, han entrado a sus cavernas y han instalado allí tiendas de campaña, avanzadillas suicidas.

El movimiento incesante del sueño a la vigilia y de la vigilia al sueño no lo sufre la quietud vertical de los huesos. No es de allí a otra parte y por último de allí a ninguna parte sino siempre y aquí y ahora. Los huesos en verdad no mienten: disciernen en el mismo momento de la interrogación. Se mueven, eso sí, para todos los lados, excavándose, pero como si no lo hicieran, porque su rigor es demasiado rápido. No son musa de nadie. No tienen la movilidad del mar ni el aroma de las flores. Ocurren singularmente en una fría objetividad y surgen siempre porque sostienen, casi amparan todas las seducciones aparentes. Lo que reclaman y consiguen es la precisión.

La absurda vistosidad de los reflejos tornasolados que se ven a través de la ilusión ingenua ha quedado atrás o en alguna parte desconocida, inservible como un carromato destartalado encima de la copa de un árbol. Yo ya quiero saber de la urdimbre secreta de una minúscula hebra de hilo o de hierba, cómo clavan sus extremos breves en la cabeza de la hormiga y la decapitan cuando el ojo del verdugo suelta la carcajada. Nada de la inocencia ahíta de los helados de vainilla en el cono recién comenzado de una tibia luz al amanecer. El diablo azota los candelabros, pinta de colores de papagayo el ocaso de una virgen, acosa, acosa el lápiz puntiagudo. El hambre de Dios a punto de desaparecer en el arco iris. El orgullo del enano atisba debajo de las paredes y allí descubre el olor azafrán de las últimas verduras. La inocencia ataca los colores, se refugia como asilada con prisa y aparece con una barba octogenaria. Las losas frías del último espanto me acarician con las ganas de un sacristán ebrio. Encima de los pulpitos hablo de la ira da Dios.

Tan obstinada como la piedra debería ser la pasión de vivir. Obstinadamente, con fiereza, esculpir en esa nada invisible, la vida, nuestros odios, nuestros furores, nuestros olvidos. También nuestras lágrimas y por último nuestros amores. Contra todos y contra nadie, destacar en la vastedad ominosa de la distancia el nombre de nuestra sangre. Nos han escamoteado el musgo sagrado y nos han provocado sin descanso. Sí que podemos descargar nuestro mazo en las afuera de las ciudades para sitiarlas y luego tomarlas por asalto e incendiarlas.

Todos los colores arracimados, colgados en la variedad infinita de los arreboles. Surgen y se desplazan montañas arriba, burlándose de la unicidad. Desde abajo, en la plena hondonada de mis huesos, los miro y río con ellos. Yo sé que volverán a mí y se incrustarán voluptuosos en mi prosa, ganándome para una absurda alegría. Los huesos también ríen: una inmensa carcajada de placer se oye en todo el orbe.

Es una especie de espada la que se burla de la pared, cortándola en trozos pequeños que luego dispersa al azar, lejos, como si una corona de espinas se posara a plomo sobre el presente e hiciera surgir gotas de incomodidad, ojos que giran tratando de ver lo invisible y de no ver los visible. La tierra se hunde a cada tramo, volteando los objetos y pasándolos de un lugar a otro. Nunca está nada en su lugar.

El desacomodo se yergue como el miembro de un adolescente presuroso y se queda allí. No es sólo un momento. El universo se desarticula y cae y sus jirones recuerdan vasos de cerveza a medio tomar, abandonados en una cantina. Puede verse, si usted tiene algún tiempo, la nariz destrozada, los muñones de los brazos, la sanguijuela voraz del presente muriéndose sin atenuantes. Allí se entra sin boleta alguna, sin salir de casa, sin salir de usted. Porque sin puertas, apenas una torre abalanzándose, el desgajamiento alcanza para todos. A cada uno su ración, puede comérsela despacio o a toda prisa, o simplemente puede tratar de mirar. Las esquinas tropiezan cuando intentan atrapar algún centro.

Naturalmente es la palabra perdida.

No es naturalmente como yo me pierdo en los arrabales. La memoria sólo tiene distancias quietas, inamovibles. Cuando asomo por allí y veo las cáscaras de naranja y de banano, pienso en los simios y nuestra peligrosa semejanza con ellos. Sólo sabemos pelar las frutas de nuestra lujuria y el planeta se retira de nosotros con el aire de una quinceañera ofendida. Es la querella de la vida inmune a las codiciosas manos de los depredadores la que nos obliga a sepultarnos en la meditación purificadora. Más allá, sin embargo, tal vez alcancemos el olvido y el silencio y no la redención y la palabra. Nada puede purificarnos aunque este deleitoso presente no tiene necesidad de esperarnos ni de confiar en nosotros porque ya está aquí esparciendo su propia fiesta, su propio purgante definitivo.

¿No han visto que nada es posible ? Las incesantes manos cabalgan un momento sobre el objeto para luego soltarlo, estupefactas y asustadas. El objeto se ha escabullido y antes de hacerlo suelta una feroz mueca. El cono se derrite antes de ser lamido. La violencia sí que se acicala su perfección y nos la hace probar en dulces sorbos de siglos. Nada es posible sino la perentoria huida. Que nadie nos alcance en la endiablada carrera, más allá de los vallados, de las montañas y las llanuras.

Una serpiente detrás de un árbol destila su veneno para luego observarlo. Hay allí una mirada de lentitud: puede matar, es portadora de la muerte. Me la imagino hurgando su cuerpo, atisbándolo como un ramalazo inmenso de orgullo. Yo puedo matar, dirá, aquietar un cuerpo que un segundo antes era feliz en la continuidad galopante.

Pero algún día será necesario detener nuestra huida. Algún día, parados en un segundo, tendremos que observarnos como lo hace la culebra y palpar nuestros huesos con dedos expertos. Revelaciones, surgirán todas las revelaciones, las inmensas piedras desencadenadas, los voluminosos silencios, las grandes matanzas soltarán sus secretos. Esas manos suaves y sabias sabrán del desalojo, de las expediciones secretas, de los grandes vacíos de nuestra conciencia. Nuestros huesos quieren ser escuchados y acatados por una sola vez, cuando hayamos desertado de la velocidad del olvido.

Las mínimas hecatombes de los poros, sus explosiones continuas. El cuerpo se aleja, camina hacia su tumba con la precisión de las agujas de un reloj. Habla la muerte en nuestro cuerpo. También canta, como los huesos, su canción. Tanta gravedad y solemnidad en un cuerpo humano. Sólo canto allí definitivo. ¡Y siempre el grito a flor de piel! No aguantamos la precisión de lo indecible, allá, cavando otro idioma desconocido en los abecedarios del silencio. ¿Quién se olvida de la risa?

Porque no escuchamos sino las caídas voluminosas, la de los techos de las grandes civilizaciones, no atinamos todavía con el sonido de la caída de un cabello de nuestra cabeza. Un rumor escaso en el silencio de las horas cuando un sortilegio descansa sobre una pared redonda. Todo se compenetra en sí mismo y las cuotas de dolor se desprenden y golpean. Grandes historias en habitaciones vacías. Las paredes pintadas de blanco entierran sus dedos en la tierra. Balbucean los espantos en su idioma.

El paraíso ante nosotros reparte ilusiones polvorientas. ¿Qué hay de la vida en estas pequeñas alturas? ¿Qué hay de la vida en mí? Ya no me distraigo con burla ante los rostros de los fieles de las parroquias. Han sido obsequiados con un manjar que desconozco y sus rostros adquieren cuando lo digieren un aire de beatifica serenidad. Allá ellos con sus escapularios, allá ellos con su sapiencia, allá ellos con todo aquello que pretenden saber. Yo ya no me devano los sesos en torno a los devotos creyentes. Están en todas partes con sus símbolos y con sus gritos; no hay nada qué hacer con ellos, ni para adelante ni para atrás encuentro el regocijo de la desprevención: el creyente ya está ahí, mirándome con sospecha mientras aprieta un libro sagrado. Están en todas partes, como los kikuyos, y ya saben lo qué hay que hacer en todo momento y a toda hora. Se han bajado de todos los buses, luego se han subido a otros buses en caravanas interminables, y, aunque la inconclusión les atraviese las gargantas, siempre presienten la llegada a algún lugar, siempre están a punto de escuchar el mensaje definitivo. Caravanas inconmensurables atareadas en el desciframiento de sus libros ruedan sobre el planeta. El jolgorio ha sido, por decir lo menos, largo y tendido. Ha atravesado todas las noches y todos los amaneceres. El poeta sentado sobre una colina recibía un mensaje de Zeus cuando el alboroto de los creyentes le reventó los tímpanos y su cordura. Son los creyentes los causantes de las inmolaciones, de las castraciones, de las vejaciones multitudinarias. En todas partes creen de una vez y para siempre en una verdad paliducha que no resiste una noche de amor. Y allí los tenemos vociferando a todo pulmón del encuentro con la verdad definitiva. Yo siento que atraviesan mi garganta con sus profundas abyecciones mientras alcanzo a escuchar al mismo tiempo la palabra convicciones. No saben nada los emisarios de la verdad absoluta.

No podrían volver nunca las altas mareas de la felicidad sin que hayamos depuesto las estrictas leyes de la necesidad. Por su parte, la necesidad nos hará elegantes. Una y otra vez nos mondará, sacará de nosotros las innecesarias necedades voluptuosas y nos dejará por fin libres, sin historia, sin tiempo, sin amor. Apenas la libertad para escarbar donde queramos, para buscar más allá de ella nuestro imposible destino.

Acá cruzamos las calles a tientas y nuestro corazón gime desconsolado porque no tiene ni historia ni tiempo ni amor.

Nihilistas sin resuello en busca de catástrofes que les permitan olvidar el pecado, todos los pecados.

El único pecado es todavía la obesidad.

Esta voz ronca de mi calavera me dice que no deje de tocar en la antigua cerbatana, que continúe embebido y embriagado, así sólo alcance las proximidades, tan lejos del verdadero canto. Aquí es sólo un aquelarre apretujándose de frío en las luces del amanecer. Y la choza de mi cerebro destacándose al filo de la luna clama en las paredes desiertas. Aullamos los lobos y yo, acantonados en vericuetos que se quieren lejanos. Los miro con la lengua afuera, caminando despacio, acercándose a los pocos manantiales de agua, seguros sólo de sus profundas soledades. Miramos hacia la distancia, bajamos, subimos, buscamos en el silencio.

Ya no odiamos. Yo no lo hago.

He alcanzado la desvergüenza, la pura debilidad. A menudo, en la mañana, me encuentro es llorando de alegría por nada. Mis sentidos están despiertos y luego de un sueño, no sólo después de un sueño, después de un hermoso sueño, alcanzo a percibir la redondez y lloro. Los sentidos no comprenden pero se emocionan y lloran. Basta de exigirle comprensión a unos pocos huesos. Este universo huye de mis manos cerebralizadas pero se acerca confiado a mis caricias. El universo es mío porque no quiero nada de él, ni siquiera descifrarlo con manchas ambiciosas.

Cómo pasa de misterioso todo, el todo.

Escasez en lo huesos, muy adentro de ellos. Desde allí empieza la imposibilidad a tejer sus casuchas irrespirables. De allí emana el caos que me da la vida y me la quita, caos ávido de mis entrañables fracasos, de mis estruendosas mortajas. Vuelvo al seno primigenio de mis antiguos y tiernos desengaños a conversar con ellos y diseñar en mutua compañía una gran risa omnipotente. Yo voy al fracaso para explotarlo en una erupción de hirvientes carcajadas. Yo quiero estallar la verdad de mi sombra en una ubicua y transparente ebullición.

Camino por las aceras roídas de la memoria, alcanzando en ellas escondrijos y enigmas que me causaban pavor. Son las lagunas negras de mis pánicos, las inescrutables voracidades de mis miedos. No se ocultan a mis ojos los torrentes claudicantes de mis enmudecimientos. Tantas veces no pude hablar y sólo mis huesos describían los arcabuces de sus palabras, pero lo hacían ya en retirada. He huido con frecuencia de frágiles espectros, de débiles ninfómanas, de mediocres bufones.

Recojo de esos laberintos estrechos las burlas y miserias de mis prójimos. Recorro como poseso adicto y con placer los gruesos goterones de mis lágrimas. Ahora mi vida cabe en mi cerebro porque en él están mis huesos, hieráticos, incansables.



***



Faber Agudelo Vélez. Medellín, 1949.

Publicaciones en diversos periódicos y revistas culturales de la ciudad a partir de 1980 hasta hoy: Prometeo, Punto Seguido, Imago, Rampa, Suplemento Literario el imaginario del periódico El Mundo.


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