viernes, 20 de marzo de 2015

GINA EBRIA O EL AMOR. Autor: Jairo Guzmán


Pintura de Fernando Arroyave. Titulo: Mujer selva. Oleo sobre lienzo


GINA EBRIA O EL AMOR


Técnica: Frottage zigzagueante en zancos de trapo
  bajo una lluvia de ratas


I.

Ella se abanica, se mira en el espejo. Un olor como el del anís no es muy agradable cuando encontramos un muerto en la cama.

Aparentemente no me preocupé demasiado por semejante escena. Tal vez por lo espeluznante del asunto; quizás porque había un rictus de altivez en su rostro y sus manos eran lo suficientemente campesinas como para no desagradar a las mujeres.

¡Amigos míos! ¿Qué es esta mascarada?

Lentas y pesadas corrían por mis mejillas lágrimas que, en parte, se reunieron en el borde de mi mandíbula; luego se sumergieron en la noche.


II.

Después de seis meses de no vivir más que para ella, aparecieron sollozos como un  maremoto y el hermoso rostro se ocultó en un desorden de dedos y cabellos.

Las suaves músicas modulan romanzas. La chaqueta cae de su espalda, entonces Gina Ebria aparece ante todos como la MUJER.

Luego, cambiaba la escena.

He sacrificado lo mejor de mí mismo, allí donde yo era el más audaz, el más seguro para alcanzar la pureza.


III.

Pero, veamos: ¿En casa de quién he caído?

Me parte el alma escribir estas cosas tan desagradables.

Tururú…      No me abandones esta noche… Estoy arruinado.


IV.

¿Qué nos importa éste mundo que dejamos aquí?

Lo realmente maravilloso de nuestra vida, es que nada tiene la importancia que le otorgamos.

No puedo ver ningún suceso con terror.
La invención más bella de los hombres es el infierno; eso sí que tiene gracia.

¿Creen ustedes que el suicidio cambie en algo nuestra cruel indecisión?
¿El escaparate de un ortopedista tal vez?


V.

Gina Ebria tiene un nombre que hace cerrar los ojos. Se abanica, no porque haga calor si no por lo nerviosa. Se mira en el espejo oval, traído de Italia por la tía bizca esposa del rumano tartamudo.

Su rostro en el cristal clavó sus miradas sobre mí. Mis manos se agrietaban de deseo.

Se reiría de mi si le dirigiese alguna palabra que la homenajeara.

Un aletazo de cuervo le escindió el rostro. Cruzó la habitación como si atravesara el bosque de pinos donde nos conocimos: ella cogiendo moras silvestres; yo, solitario, con la “Carta al padre” arruinándose  en la axila.


VI.

Más tarde, las caricias se convierten en un deber. Sus gozos, se consumen en suspiros de resignación.

Sin duda experimentamos las fantasías que se unen a los cuerpos como racimos de mangos.

Entre el ruido de las risas se oyó mi voz. Hablé inusitadamente del hipnotismo de las serpientes basado en la velocidad de la luz.

Mi vida con ella no tenía como fin el amor: Ella era el amor mismo.

Lo que llega a nosotros es lo real ineludible como un embriagador reggae impregnando de dulcedumbre la cintura de una nigeriana.

Entonces uno abandona la cama y todo está por recomenzar.