miércoles, 18 de febrero de 2015

LA POESÍA, HIEROFANÍA CONTEMPORÁNEA .Por: Jairo Guzmán



En su plenitud humana y existencial, la poesía se nos revela como una irrupción del espíritu libertario, como un signo universal que señala la necesidad de integrar todos los pedazos en que se ha fragmentado el ser, sometido  a la devastación, a la sobre-explotación y al abuso del poder. Este tiempo se ha caracterizado por un control sistemático de la conciencia para conducirla impunemente por los laberintos infernales de la servidumbre, del control sistemático que  transforma a las personas en sujetos de producción, con la emocionalidad cautiva en un rol que succiona el vigor espiritual del ser y le ata a una cadena desquiciada de consumo y mercado, localizando un foco de perturbación  en el espíritu que coacciona la voluntad de independencia, de movilidad que libere y le devuelve al ser su luz propia, su autodominio y su capacidad de reafirmación en su individualidad. La poesía se proyecta socialmente con energía radiante, mediante la celebración y la consagración de sus dones humanos, a través del canto, de la palabra que crea y edifica el alma de los pueblos.

Estos tiempos turbulentos, de incertidumbre frente al desastre, son los tiempos en los que se gesta una conciencia exaltada de nuestra condición que permite elevar, al cielo de nuestra voluntad, el deseo de una época liberada del lastre de nuestras miserias y de nuestras abyecciones como especie. Somos sueño en perpetuo cambio. 

Nunca será tarde para el ser humano, siempre que la sustancia de sus sueños siga irrigando su más soberano deseo: la libertad y el esplendor de la conciencia que avanza a ritmo de galaxia en expansión. Esta errancia entre grandes encrucijadas y la aventura del ser humano: en la flor de sus adquisiciones espirituales se posa nuestro destino como un pájaro lunar, ebrio de sol. Nuestra existencia coronada por el misterio que late en cada acto, en cada celebración. Nuestra voz ante la soledad sideral. 

Nuestro devenir canto, palabra incendiada en la punta de la lengua, nuestra resistencia ante las trepidaciones de la historia y nuestra sed de infinito nos sitúan en un ámbito donde la poesía es fuego purificador, fuerza que impulsa la vida y la voluntad de ser. Ante el fracaso del proyecto racionalista, ante la ausencia de los dioses desterrados por la producción en serie y la alienación, ante los grandes desiertos que avanzan tanto en la condición humana como en la tierra, el ser busca su refugio en el único espacio donde es posible lo sagrado: la poesía, esa potencia que logra conectarnos con las fuerzas supra racionales y a-históricas, en un tiempo maniqueo y truculento al que han llamado postmodernismo, signado por la simulación y el fetichismo de la mercancía.  

Somos hijos de una herida, de una desgarradura: la pérdida de lo sagrado. La abolición de cualquier centro o foco esencial, caracteriza lo que hemos heredado desde que la modernidad se erige con su nuevo credo de progreso y dominio de la naturaleza, desde que somos una serie de funcionalidades, fragmentados, separados de nuestra esencia humana para entrar en el rol del autómata, como nueva versión de la esclavitud. La razón pragmática sacrificó el pensamiento mítico, lo redujo a la condición de superchería, introdujo una noción utilitarista de la existencia, proclamó nuevos discursos en torno a la barbarie para maquillarla de civilización, después de haber causado los grandes genocidios y de haber proclamado las grandes mentiras de oro. En este contexto la poesía se revela como una hierofanía contemporánea, dado que rompe la homogeneidad pagana del territorio cotidiano y convoca a un acto de consagración de la palabra poética como puente de conexión con las fuerzas míticas. 

En esta perspectiva, la poesía es un acto religioso, sin enmarcarlo en alguna religión. Consiste en re-ligarse a la emanación del mito como pensamiento, como experiencia poética fundacional,  a través de la palabra, desde que somos un diálogo. Este re-ligarse al mito, como vía de conocimiento, esta reivindicación del mito, después de estar relegado a una condición de excluido por la cruel razón jurídica, es algo que le concierne a la poesía, algo de lo que la poesía ha dado constancia y por lo que siempre ha existido. 

La poesía en sí misma es el gran mito, su manifestación funda al ser  y su esencia sagrada. Como expresara Ángel Rosenblat, en su ensayo La palabra poética: “Mito, magia, poesía, religión, razón, lenguaje, están íntimamente amalgamados en la historia y en la vida del hombre. Son hilos —dice Ernst Cassirer— de la inmensa red que constituye el universo simbólico en que se desenvuelve el hombre. La existencia misma del lenguaje, ¿no es un hecho mágico? ¿Cómo puede la palabra, un soplo sonoro —«aire herido», según Fernando de Herrera, el Divino; «humo de la boca», que se desvanece en el aire según el jeroglífico chino—, transmitir el amor, el odio, la alegría o el dolor, las ideas más intemporales y abstractas, el deseo y la voluntad, de una persona a otra? ¿Y además, fijarse ese soplo en papel, pergamino o celuloide, y viajar por todas las lejanías y perpetuarse por los siglos de los siglos?” 

Ante ese misterio el poeta afina su voz  y aguza su percepción, su noción de la vida. El ser humano siempre necesitará de un ámbito encantatorio, de una estancia donde su sueño se proyecte en los otros y en su palabra gravite la canción que devele el sello oculto del origen o nacimiento de lo existente. Experimentamos una necesidad de lo que consagra, lo que bendice la vida justo ahora cuando peligra su permanencia. En estos bordes peligrosos la poesía adquiere una fuerza única porque es reafirmación del ser con la palabra, para la vida, para la resurgencia y la orientación del espíritu, hacia un norte de luz en medio de la nebulosa fatídica de la guerra y  la destrucción. La voz crea su ámbito sagrado, su incidencia en un público atento mueve la conciencia y las zonas del lenguaje hacia unos niveles más cualificados para estimular su campo de sensibilidad y de percepción de la vida, los seres y las cosas. 

La palabra del poema escrito adquiere una dimensión oral que lo extrapola a una zona mítica del ser, lo inscribe en una gran tradición homérica ya que se le da una valoración litúrgica al poema en voz alta. El poema es liberado de su escritura por la magia de la voz y es justamente esa operación la que le da esencia, la que eleva al plano ceremonial el canto que gravita en la letra impresa. El hilo conductor de esa magia ceremonial, a través de la palabra poética, lo da el silencio que se condensa, creando una atmósfera que envuelve el escenario donde el poema se dice en la propia voz de su autor. Se percibe como una cápsula de silencio y palabra, acoplados para la construcción de un ámbito verdaderamente sagrado, de concentración y de audición en el que la experiencia poética del autor es compartida, se vuelve una unidad indivisible con la experiencia individual de cada asistente y así se eleva la conciencia hacia unos niveles que permiten la transformación espiritual que ese acto propicia.

Ante esa dimensión de lo sagrado (entendido lo sagrado, en el sentido de Mircea Eliade, como ese nuevo ámbito que se construye haciendo ruptura con la homogeneidad del espacio pagano o cotidiano de la producción) aparece el destino de la vida planetaria como una preocupación mayor y por lo tanto se experimenta el retorno del respeto y valoración de lo viviente, dado que se ha violado el recinto de la naturaleza, se ha alterado el equilibrio social y se ha perturbado el equilibrio mental y emocional de los grandes conglomerados y de los individuos. Es decir, se hace necesario prestar atención a las tres ecologías: social, mental y ambientalista (como plantea Guattari) y realizar una articulación ética de estas instancias (ecosofía). 

La poesía interviene como una forma de ecología (social y mental), incide en beneficio de la ecología humana y siempre ha exaltado la belleza y la grandeza de la naturaleza (ambiental). De la poesía podemos derivar las tres ecologías y de hecho esa práctica se ha realizado desde sul origen. Toda esta valoración de lo viviente nos conecta nuevamente con la percepción de la vida como algo sagrado y a la poesía como esa acción donde se reafirma esa sacralidad. 

La aventura humana ha llegado a fronteras peligrosas de manera tal que ha violado los recintos sagrados de la existencia y tal acto lo conduce a una circunstancia crucial,  de re-valoración de los procedimientos que ha utilizado para moverse en el mundo y erigirse como amo dominante del planeta. El delirio humano ha sido un viaje hacia la destrucción, locura que le ha servido de fuente para dejar su epopeya, su huella escrita bajo la obsesión del ser histórico. 

La poesía es el gran canto del ser humano, es el legado de sus adquisiciones como animal que simboliza. El conjunto de las prácticas simbólicas es un poetizar que erige a la cultura y la torna orgánica. En este remolino postmoderno, en el que se mezclan todos los fragmentos de manera caleidoscópica, surgen importantes interrogantes acerca del sentido que reclama la experiencia poética y se nos manifiesta como una manera de re-valorar los presupuestos que mueven las circunstancias que determinan al ser humano de este tiempo. Es un signo que aparece como señal de presentes y futuras batallas espirituales que es preciso realizar en una tentativa por no sucumbir ante los grandes retos que propone la existencia.