miércoles, 2 de julio de 2008

TRAZA DEL BOSQUE. Poemas inéditos de Juan Diego Tamayo.

Pintura de Franz Marc: Corzos en el bosque

I


Empiezo una nueva vida. El mar se endurece con la orfandad del tiempo. Todo parecía transparente y que nunca iba a ser tocado por la pesadilla de las nubes.

Empiezo por guardar un caracol en mi bolsillo. La tarde surge como si mordiera una mango. Quien partió la primera piña en una caverna creó la luz.

Empiezo: el mar es un guerrero bostezando a las constelaciones.

Sobre la arena trazo la letra del viaje.

Junto a la barca una rama de olivo cae.



II


Mi nombre era pronunciado por las anémonas. Ellas me enseñaron siempre a enaltecer la mirada hacia el faro de los presentimientos.

A lo lejos vi las naves lamidas por las olas.

Reconocí su olor madera y vi los razguños del naufragio.

Un navegante levantó una nube, la agitó como quien a una esperanza se aferra.

El mar comenzó a cambiar. Se disipó de la sombra y el miedo.

Mis manos saludan el comienzo.


III


Una música de higuera sonó desde la proa. Quienes se amaron lanzaron sus frutos. El odio recogio sus semillas en un litoral de espanto.

Las barcas anclaron y alertaron al día. Los caracoles de fósforo se humedecieron de miedo; parecían frutos azules-nacarados escondidos en un rincón de los troncos. Las barcas anclaron –no sin antes herir los labios de la playa-

La noche comenzaba. Más allá; flotaba la ternura.


IV


Papeles blancos como gaviotas llegaron a mí. Así cifré la luz y la oscuridad. Así cifré la tormenta y la sed. El humo y el sueño que es su condición.

Nunca más volví a mirar el pasado. Fui uno con el destino de aquellas letras que me tocaron – al danzar.

Una palabra faltaba en el rompecabezas de las constelaciones.

Mordí el fruto de tu recuerdo. Fuiste mi sed. También la puerta de salida de la agonía.


V

Después me convertí en el gran insomne. Lo que no soñé lo escribí.

Sólo así pude caminar entre los verdes campos de la inquietud. Atrás quedaba el mar que como un animal enjaulado me reclamaba.

Caminé libre.

Pronunciar el Nilo, murmurar su corriente, me hizo memoria y cercanía.

Toda la vida fabriqué la piedra que me hizo besar la tumba del dolor.


VI

No vi nada. El fuego lo lamió todo. Barcas, caseríos, palmeras.
Todos dejaron sus caceríos. Todos, me decía el viento, dejaron su ser en la arena que recogía su llanto.

Llegaron vencedores y vencidos. Ascendieron como la bruma golpeada; bajaron triunfantes como la lluvia.

En el valle las lágrimas florecieron.

Flor de odio es lo que ahora queda.

No vi nada. Todo fue muy rápido. Tan rápido como un nacimiento.

Apenas recordaba el agua.


VII


Apareció entre los árboles. Sus labios eran de fresa. La luna, desde entonces, envidia su blancura. Sólo a los ojos nos mira mientras soñamos. Viste de azul y claro. Sólo el agua y el fuego, el viento, y la tierra le obedecen. Su nombre no lo sabe nadie. Y nadie lo sabrá.

Apareció entre los árboles. Dijo: - “ tocada por la luz, la luz llega a ustedes”-.

Las hojas de Otoño reúnen su nombre, su imposible nombre.


VIII


Para conocer la tarde tuve que inventarme un nombre.

Caminé con una flor en una mano y en la otra un lienzode arena con todas las letras. Busqué combinaciones.

Almizclé el verbo y descubrí su lozanía y poder.

¡Nombré la Tarde! ¡Nombré la Tarde!

Cuando inventé la tarde una golondrina dijo lluvia.

El agua acercó nuestro recuerdo.

Así nos encontramos.


IX


Así fue que nos olvidamos.

El caballo bajó desde la colina. Estaba lleno de luciérnagas.

Terminaste de deshojar la flor de la noche.

¿Cómo fue posible?

La columna de humo cubrió los campos.

¡Virtud la sombra! ¡ Claridad nuestro nombre!

¡La noche pule la piedra de pedernal con la estrella de los muertos !


X


Al amanecer ella me enseñó las vocales.

Entonó una canción de cuna entre los dólmenes.


Luego un niño de cabellera hirsuta se me apareció en el desierto y me mostró los colores de las vocales.

Mi padre me reveló- en su cuarto oscuro- los secretos de la luz.

- “Con esto puedes avivar el Sol”

Encontré así la imagen.

Mi vida fue encontrar el ojo que me vio nacer.

El mismo que me engendró.


XI


Dijeron que los barcos eran de los fenicios.

Dijeron que aún enloquecen hombres queriendo interpretar lo que traían.

Así dicen que pasó en otros pueblos. Hasta en aquel que los hombres enloquecieron al mirarse en el espejo. Sólo eso los dominó. Verse a sí mismos sin saber cómo nombrarse. ¡Cómo romper el hechizo!.

Cómo decir:

“¡Soy yo!”.

“ Y no salir corriendo a buscar... a buscar...”

Dijeron que los barcos eran la memoria.

En el poema sólo podíamos encontrar la cifra de nuestra memoria.


XII


La imagen creó la memoria.

Leí tu nombre en la nieve. Tu nombre que yo escribí con el mismo dedo que escribió “Sol”.

Así llevo tu nombre:

Como la lengua que pasea por los pensamientos del sueño.

Llevo tu nombre como si buscara tréboles

O mirara la leña verde.

En la corteza trazo tu memoria.


XIII


Era la noche.

Afuera quedaban todos los nombres. Todos los gestos.

El espejo del zaguán cubría el cielo de toda desventura. El horizonte esperaba la aurora.

De pronto se escuchó un badajo. Estrellas cayeron más allá de tus ojos.

Abrí el libro que en el desierto escribieron.

Presentí un sacrificio y arrojé una moneda al pozo.

Era la noche.

Tus manos me acariciaron.

Me sumergí en el silencio para iluminar los sentidos.


XIV


Afuera todo era oscuridad y silencio.

De allí venía. Del cansancio de mis ojos que lucharon contra la oscuridad. Pero supe esperar aquella música del rocío. Y en la pradera sólo el humo dijo: mejor será visitar el cielo y escribir la biografía del miedo.

Afuera todo seguía siendo oscuridad y silencio.

Allí volvería.


XV


Nadie llamó aquella noche. Me quedé en compañía de la mujer que llevaba un rubí y me cantaba en una lengua antigua las desdichas del mar y de los pescadores.

A lo lejos los caballos rodaron como piedras...

Yo escuchaba sus frases: “era de los pueblos del mar”. Su letanía del sol se esparció por los valles.

Llegaron hombres que portaban estandartes, llegaron niños con su risa.

Las espadas amenazaron el Sol.

Nunca más hubo tibieza en el corazón.


XVI


Vi derramar mucha sangre.

Los sueños quedaron tendidos en el campo.

Nadie consoló las estrellas ni imploró el perdón.

Sólo una boca decía: “Muerte, Muerte”. Su escudo era su cobardía.

Mas llegaron las palabras. Venidas de todas partes.

En la plaza avivaron el sueño, la alegría, la hermandad.

Vi un hombre levantarse de entre los muertos:

“Mereces lo que sueñas”. Dijo.

Y las estrellas cocieron la boca de aquel que decía: “Muerte, Muerte”.


XVII



Después todo fue júbilo.

Palabras tan extrañas como joyas tocaron el alma de los hombres.

Fue uno el coro de cercanías y fiestas.

El canto de los hombres creó la tierra fértil.

Yo volví con la sombra del pasado.

Renacieron en una tarde donde el sol avivó las montañas.


XVIII


En la corteza trazo mi nombre.

Fluye la sangre como un rumor de quimeras.

Observo mi infancia y su risa intacta.

Atrás queda el fuego de la piel.

En el horizonte un corazón resplandece

Y lo que me pertenece es la tibieza,

La letra resplandeciente del sueño.


***
Juan Diego Tamayo Ochoa. Medellín, 1968. Licenciado en Lingüística y Literatura (U. P. B). Magíster en Filología Hispánica. (Instituto de la Lengua Española de Madrid)Ha publicado el libro de poemas: “Los Elementos Perdidos” ( Poemas. 1986- 1998). Cofundador del Festival Internacional de Poesía de Medellín. Ha sido invitado a diferentes Festivales Internacionales de Poesía. Ha realizado diversos talleres de Poesía y apreciación Poética. Poemas suyos han aparecido en las revistas especializadas de poesía: Prometeo, Misterio Eleusino, Imago, Punto Seguido, Isla de Barataria…Tiene inéditos los libros de poesía: Palabra Espejo. Trazas del Bosque. A una Ciudad.